Leyendo 1 Sam 16
Nada más comenzar el relato, al inicio del texto que vamos a tomar como núcleo de este retiro, encontramos un hermoso diálogo entre el Señor y Samuel, su profeta. No pocas veces nos podemos haber encontrado en la misma situación. Quien empieza a hablar es el Señor, porque ve que Samuel está llorando desconsoladamente y esa tristeza le paraliza, no le deja moverse, le ha robado la vida. Hay algo misterioso en las palabras que le da; se trata de aceptar o no la voluntad de Dios sobre Saúl, el rey de Israel, que a sido rechazado por Dios, y por encima de esto además está “su fracaso” en la vida como enviado de Dios. Algo avergüenza a Samuel, algo le humilla.
Inmediatamente Dios le da una nueva orden. El Señor manda a su siervo que vaya en busca de “un rey para Dios según su corazón”. Le recuerda así que su misión no ha terminado, que el final nunca es el fracaso o la debilidad, como tampoco el pecado. Recibe una misión ante la parálisis que le atrapa; curiosamente, no en un momento de gloria, sino de pobreza personal, de desprestigio social. Le manda ponerse en marcha, superando la queja de que no hay nadie que gobierne, ante la duda de si todo el plan de Dios se puede destruir de repente, por algo que ha sucedido.
Para muchos, esta sería una descripción muy buena de la situación de la Iglesia hoy. Va perdiendo fuerza, no tiene tanta presencia social. Todo sigue en pie pero con debilidad. Los que habían soñado grandes cosas tienen que conformarse con poco y se dan pasos pequeños. Todo parece que tiene que rehacerse pero “no hay reyes”, no hay que lleve al pueblo, a la gente hacia la paz, no hay quien se ocupe del débil, del desprotegido, del huérfano. Es la gran preocupación de Samuel, que ha hecho todo lo que estaba en su mano e incluso se ha excedido, pero ve que aquello sigue sin levantar el vuelo. Hay algo en el texto en lo que no podemos detenernos demasiado, pero sobre lo que vamos a dar un apunte: Saúl es el primer rey de Israel; Samuel era un profeta que desde pequeño sirvió al Señor, purificando las “idolatrías y contaminaciones” del pueblo. Y en este “nuevo orgullo” del pueblo, fueron los mismos israelitas quienes deciden elegir un rey entre los suyos para “parecerse” más a los pueblos poderosos que tienen alrededor. En la elección no tienen muy en cuenta a Dios y no le escuchan. Quieren construirse una vida sin Dios, un jefe en la tierra porque necesitan dirigirse por alguien y que alguien les guíe para no perderse.
Ante esa situación Dios anuncia que Él sigue siendo el Señor de la historia que aparece en la vida de sus hijos de su pueblo, que nada hay que se le pueda escapar. Nunca ha dejado de caminar junto a su pueblo, aunque el pueblo se sienta “lejano” de Dios. Una palabra grande, que nos sitúa a nosotros en una relación permanente con Dios, lo veamos o no. Quizá algunos encuentros son especialmente relevantes, pero la mayor parte de nuestra historia parece que se vive “al margen de Dios”, o como mucho “con Dios a la espalda”, siguiendo las huellas.
La misión que Dios encomienda ahora a Samuel es la renovación total del pueblo, de esa intuición primera sobre lo que debía ser el pueblo. Con esta nueva misión, que ahora nace de Dios y no de los hombres, Samuel tiene que encontrar un “rey según el corazón de Dios”, no alguien que se parezca a los demás reyes de alrededor, dejándose contaminar por deseos de poder y fuerza, que no son los de la salvación, los de la justicia, los del servicio. Una nueva vida por lo tanto no sólo para Samuel, que parece haber sido purificado de sus orgullos, sino también para el pueblo, para el nuevo rey, para el mundo en definitiva.
Ante la misión, las primeras resistencias son las del propio profeta, no las del elegido, que teme la acción de los hombres y de sus juicios. Teme la muerte, siente que está cercana y que, pese a todo lo que ha vivido, está en manos de los hombres y no de Dios. Sin embargo, todo esto pasa a un segundo lugar cuando, sin que se nos diga mucho más, se pone en marcha porque confía, porque se fía, porque tiene una misión que cumplir. Se lanza a lo inesperado, que es esa voluntad de Dios que todavía desconoce y que le supera. Muerte se opone aquí a “movimiento, esperanza” y se identifica con “parálisis, llano, pesadumbre”. De algún modo entendemos que quien camina, da pasos en la vida y toma decisiones, quien se fía explícitamente de la voluntad del Padre y la vive, está venciendo toda una serie de resistencias a la voluntad Dios, que siempre es de vida, nunca de muerte.
Siguiendo la lectura del relato, una vez pasadas las primeras indecisiones y lamentos, Samuel llega a casa de Jesé. Es recibido sin embargo con miedo por parte de los ancianos, que dudan de las intenciones del profeta que mata a los que no están de parte de Dios. Es en este primer encuentro donde Samuel les propone “purificación”; lo cual nos indica cómo también Samuel va cambiando y comprendiendo que la lógica de Dios no pasa por las armas, por el combate y la lucha, sino por la oferta de misericordia. Si la casa de Jesé tiene que purificarse, de momento de los miedos que le separan de Dios, encontramos que David, que pertenece a esa casa, va a ser elegido igualmente de un contexto en el que no todo es perfecto, no todo es brillante, no todo el mundo está en la onda de Dios.
En la primera noche te proponemos que “purifiques” tu corazón. “Para poder comparecer ante Dios, entrar en comunión con Dios, el hombre ha de ser “puro”. Pero cuanto más se adentra en la luz, tanto más se siente sucio y necesitado de purificación. Por eso la “purificación” tiene por fin dar la posibilidad de acceder a Dios.” Esta llamada a la purificación nos da idea de la santidad de Dios, nos coloca frente al misterio que nos invita a pasar, a tomar parte, a hacernos presente en Él. Dios durante este retiro no nos llama a participar de una de sus actividades, la más grande y más bonita, sino a tomar parte con Él, a adentrarnos en Él para escucharle, para compartir, para vivir. Pero al mismo tiempo que reconocemos esta santidad, también descubrimos en nosotros nuestra oscuridad, falta de comprensión, pasiones, durezas y prejuicios. Sólo la liberación (salvación) de estas impurezas nos permite descansar en Dios de corazón. De lo contrario sabemos, y no podemos ocultarlo ni ocultárnoslo, que no estará todo el camino hecho.
No es una cuestión de pureza cultural, social o grupal. Sino personal. Nuestra ante Dios, alejada de la mirada de los demás, cara a cara, frente a frente con el Señor de la vida. No serán por lo tanto “prácticas”, “cosas” las que nos purificarán. Están tan dentro de nosotros mismos esas impurezas, incrustadas en una historia de la que no podemos vaciarnos así como así, que nuestra esperanza reside en recibir ese “baño” que nos aliente y descargue, en esa mano amiga que nos dé amor a cambio de cargar con nuestros pesares y oscuridades, en esa palabra fuerte que sople y deje en nada lo que para nosotros era ya incargable durante mucho más tiempo.
No es tampoco una cuestión moral, ética. Sino de la persona entera. Si fuera una cuestión ética no podríamos planteárnosla con tanta realidad y viveza en un momento de tranquilidad, sólo tendría éxito cuando salgamos a la calle y nos encontremos con el hermano al que tantas veces damos la espalda, o entremos en nuestra casa y miremos a aquellos que Dios nos ha dado como familia. No podemos confundir “perfección” con purificación.
Todo lo anterior es importante, sin duda alguna. Tanto las relaciones, como la moral y las opciones de vida que tomamos y elegimos. Pero la purificación que Dios ofrece es principalmente una cuestión de fe. Es la fe la que purifica y permite acoger de corazón el perdón del Dios más grande que yo, del Amor más grande que mi amor, de la Misericordia que no puedo exigir y que me he acostumbrado a no esperar ni de mí, ni de los demás, ni de Dios. “Él nos amó primero.” “Habiendo amado… los amó hasta el extremo.”
Este retiro es un retiro para la fe. No para “darme cuenta de cómo soy”, sino para escuchar lo que Dios quiere. No centrado en mis cosas, en mis preocupaciones, sino con la capacidad para adentrarse en las profundidades del corazón de Dios y descubrirle cercano, no lejano, no misterioso y escondido, sino presente en la propia vida cotidiana, inundándolo todo con su llamada y vida. La fe es la actitud y respuesta de quien está en diálogo, y por lo tanto que ha sido capaz de estar presente. Otras cosas, que llamamos fe y con las que nos confundimos no pocas veces son cuestiones éticas, cuestiones morales, cuestiones religiosas, cuestiones culturales, hábitos adquiridos. La fe es renovación, redescubrimiento, cercanía y proximidad.
En esto hacemos un paréntesis. Cuando hablamos de fe tratamos con lo más íntimo y puro del corazón del hombre, que siempre es empujado a creer por amor y en el amor. Lejos de la anestesia y la alienación, la fe ilumina al hombre desde su propia profundidad. Responder a la pregunta “en quién creo” no es lo mismo que responder a “en qué creo”. El contenido de la fe no es una norma, no es algo fijo y determinado, es una Persona que me llama, con la que me encuentro, que me conoce y habita íntimamente y gobierna el mundo y la historia del hombre.
Purificación es por eso llamada a la santidad. Es más bien “santidad”, estar limpios y tener parte con Jesús. Con todo lo que esto significa y la fuerza que imprime en nosotros. La vocación del hombre no es “algo” sino participar en la vida de “Alguien” que es Santo. Es algo relacionado con la cercanía que te proponemos con el Señor durante estos días. Santidad que no está relacionada con ninguna persona en particular, que no es un don privilegiado para unos pocos, que no es algo ajeno a nuestros quereres, a nuestras cotidianeidades, a nuestra vida de deseo y de más constante. Santidad que va pareja con una vida plena de amor pleno, de felicidad plena, de entrega generosa y con una medida concreta, la del Señor que nos empuja.
Cuando entendemos “purificación” y “santidad” como esfuerzos propios del hombre vaciamos de sentido toda la obra de Dios. Le restamos el núcleo, le quitamos su maravilla. Es como si a un filete empanado lo dejáramos en un “empanado” o como si de un regalo hecho con amor y por amor nos guardáramos el “papel”. Las obras son el envoltorio de esa acción interna y profunda que acontece en nuestra historia. La purificación, dicho de otra manera, sólo la puede obrar Dios en nosotros, no es alcanzable por nuestros méritos, ni se otorga a quienes cumplen una serie de requisitos más o menos indispensables. Es un don de Dios. A nadie se le puede ocurrir una genialidad tan grande. Y le llega al hombre, como la fe, por la Palabra recibida. De esto ya tenemos noticia, nos ha pasado muchas veces, nos hemos dado golpes una y mil veces con las mismas trampas internas de nuestro corazón. Tenemos un “aguijón” clavado dentro, del que no podemos desprendernos; sentimos la “pérdida de vida”, como la hemorroisa, y cuanto más hacemos para salir de ello, parece que todo se empeora más, se oscurece más, se nubla más.
Las contradicciones de nuestra vida no son pocas. Hacer una lista de las tensiones sería de lo más fácil del mundo. Entre nuestro corazón y nuestra cabeza, entre nuestros deseos y nuestras posibilidades, entre las ganas y el cansancio, entre las limitaciones y la grandeza de nuestro interior, entre nuestra mirada y la realidad… Todas ellas, presentes de una y otra forma también nos enseñan a amar y rechazar, a querer y a quejarnos, a pedir y a no acoger, a desear y no aceptar…
La purificación por la fe viene por la Palabra. Que es centro estos días de retiro. No la rechazamos en el día a día, pero este fin de semana queremos hacerla presente de forma particularmente intensa y particularmente nuclear. La purificación viene por la escucha, ésa es la obra del hombre, su colaboración íntima con Dios en lo profundo de la historia. Algo que nos pertenece exclusivamente a nosotros. Escuchar. Esta purificación es:
- Palabra que acojo, no como palabra de hombres, sino como Palabra de Dios. Estar dispuesto a acoger con ese referente, aquello que recibimos estos días. No es algo de nuestro mundo, no es un diálogo que tengo conmigo mismo, sino que está dirigida por Dios para mí. No pocas veces tratamos la Palabra como si fuera una palabra más de nuestro mundo, una opinión más al lado de otras tantas que tienen fuerza, peso e importancia. La Palabra no proviene de aquí, me empuja a otra dimensión diferente, transforma mi realidad.
- Palabra que recuerdo porque no es la primera vez que sucede. Hemos recibido Palabra de la que nos hemos fiado, en la que hemos puesto alma, vida y corazón. Forman parte de mi historia, me han conformado y dado vida, me han consolado, me han provocado. Palabra que a lo mejor recibí, pero no he sido capaz de vivir en plenitud y que mantiene su presencia activa. Palabra que “me viene” en un momento determinado, ante ciertas situaciones. Palabras que “alegran el corazón del hombre”.
- Palabra que escucho y a la que presto mi atención y mi corazón, que me involucra en algo más grande que yo. Palabra que me invita a creer y crecer para un mundo diferente, el Reino. He sido creado y soy amado para servir y amar más y mejor. Ése es el camino que me muestra, que acojo, por el que me interrogo tantas veces y que Dios me coloca delante hoy.
- Palabra que está a la puerta y llama. Que no coarta mi libertad, sino que la engrandece de posibilidades y abre miras donde yo ya no veía más que cosas. Que no impide mis decisiones, sino que las reclama. Palabra que genera libertad, dicho de otra manera, porque no me reduce a un títere manejado, sino a una persona que dialoga con una altura increíble.
- Palabra que cae en tierra buena, mi propia realidad, distinta a la de mis cálculos y análisis comunes. La purificación por la fe, es un don que también nos sitúa a la altura de nuestra propia realidad, oculta no pocas veces tras el pecado. Ante Dios nos mostramos purificados tal y como somos, no es a la inversa: somos así y venimos, nos purificamos y nos presentamos ante Dios limpios. Y aquí se acomete el gran cambio en nuestra vida y en la relación con Dios, con el mundo y con nosotros mismos. Si fuera un “lavado de cara”, estilo gato, se quedaría precisamente en nada. Dios llega al corazón, para al menos descubrirle una vez al hombre de qué pasta está hecho, cuál es la medida de su corazón, cuál es el sentido último y más importante de su existencia. Lo contrario, quedaría en pura apariencia. Y aquí nos encontramos ante una llamada que, viniendo de donde viene, es una llamada radical, absolutamente comprometedora, totalmente fiable. Con la llamada Dios nos asegura que nunca estaremos solos.