Existen miradas para todos los gustos. Hemos vivido y sufrido más de una. Personas a las que no podemos mirar sin reírnos, que nos alegran con una mueca desde pequeños, que nos desafían y proponen retos. Personas con las que, de tanto trato que tenemos y de tanta historia compartida, nuestras miradas se vuelven traslúcidas. Otras miradas que conocemos son miradas apagadas, sin vida y sin aliento, desprovistas del maravilloso encanto de lo sublime, miradas encerradas en el propio mundo, en los espejos, en los escaparates de la calle, en las paradas del autobús, en los kits de «arregla caras», en los retrovisores. Miradas que también andan perdidas, miradas vagabundas y miradas suplicantes, mendigas incluso. Todo tipo de miradas por rincones diversos de nuestro globo terráqueo.
Hoy precisamente, hace no más de una hora, estábamos dialogando sobre nuestras miradas. Nuestros ojos son reveladores, cuentan más de lo que queremos que digan, no saben conservar secretos. Si nos preguntan algo mirándonos fijamente y no queremos que se sepa, enseguida escapamos con la mirada hacia otro lugar de la habitación, o agachamos la cabeza por entero. Decimos sin querer aquello que ya no puede quedar silenciado. Y los demás lo saben, los demás son conscientes, los demás despierta a lo que ven más que a lo que oyen, escuchan.
Una mirada especial, entre todas las miradas, es la mirada atrevida. La de aquel que se siente aguerrido y poderoso, que confía en sí mismo y con su mirada se lanza al mundo. Atento por donde va no quiere dejar pasar nada inadvertido, nada para otro día. Lo que sea, lo quiere vivir ya y ahora, porque es ahora o nunca. Una mirada que rasga corazones, que comprende situaciones, que se aventura en terreno ajeno sin saber bien cómo va a terminar la historia, qué descubrirá o dónde estará el tesoro. Es la mirada valiente de quien sabe al mismo tiempo que es limitado, que no todo lo puede, que deberá hacer esfuerzos, que pueden existir obstáculos, puertas cerradas, impedimentos y situaciones desagradables. Y sigue adelante confiando, con fe, con ternura. No confundamos, dicho sea de paso, la mirada atrevida con la mirada de quien cree que todo lo sabe, o de quien cree que todo lo debe saber. La mirada atrevida no es propia de quienes son exigentes con los demás, esperan que alguien les diga y les cuente. Es una mirada sincera, y pide verdad, pero no toda la verdad. No se impone, sino que espera el tiempo propicio con paciencia.
Si algo podemos decir de esta mirada es que pertenece a una persona especial. Quizá todos tengan ojos en la cara, pero pocos son los privilegiados que poseen esta forma de mirar el mundo. Hay personas que no puede ver, que sin embargo también tienen esta mirada. Y otros, por el contrario, que creyendo ver demasiado sólo son capaces de ver lo que quieren ellos ver, encuentran lo que buscan porque les viene bien, y se conforman con dos o tres detalles de las cosas, de las personas, de las situaciones, e incluso de Dios. Las personas con mirada atrevida son inconformistas, no materialistas ni consumistas, pero no se agotan con las dos o tres cosas que tienen. Son inquietas en su razón y en su corazón, les impacta lo que ven porque se permiten mirar el mundo de manera contemplativa, sin espasmos ni arrobamientos, y sin quedarse en la superficie. La mirada atrevida es mirada buscadora, que reconoce y conoce, que atisba horizonte donde lo hay y que despeja incógnitas caminando poco a poco y con mucho tiento, prudencia y templanza. No hay prisa, se puede seguir mirando. Tiene todo el tiempo del mundo. Y relaciona lo visto con lo que ve, y aguarda a lo que tiene que seguir mirando.