El desafío del «quizás»


Si te piden que representes la vida en una imagen, ¿cuál elegirías? He preguntado a otras personas y hay quienes me han dicho que es un sueño, otros que una pesadilla. Algunos se conformaron con decir que es camino y otros que una montaña rusa, un carrusel. También están los que piensan que es un campo de minas, una aventura por la selva o un rally por el desierto. Un grupo, de esos que disfruta de todo, dice que un carnaval, que un teatro lleno de personajes hipócritas que son realmente otra cosa, o un musical sinfónico, y hasta un baile de máscaras que vas desvelando según va pasando la noche. La gente de los riesgos se expresa como juego de cartas, y quien no da ningún paso cuenta que es como un reloj que gira y gira igual cada día, sin mayor movimiento. Los creativos se jactan y disfrutan creyendo que es tejer un gran tapiz o pintar un cuadro hermoso, pero pronto llega el pesimista a explicarles que tenemos pocos hilos o los colores son los que son, y no se puede invitar mucho. Es que no es lo mismo hablar de una carrera, de un maratón o de una prueba de obstáculos. Ni decir regalo que hablar de batalla con trampas escondidas. Ir caminando con una mochila o arrastrando un carro pesado. ¿Esclavitud? En la era de la tecnología también pensamos que es una gran comunidad virtual, donde puedo ir conectándome con quien quiero, y como quiero, y decir y pensar lo que quiero montándome mi propio personaje; aunque siempre llega el típico de los virus, de las mentiras dichas por internet, donde se cuenta lo que se quiere y como se quiere. Y así metáforas y metáforas. ¿Cuál sería la tuya? Todos recibimos imágenes sobre la vida. Nos ayudan a entender qué es lo que sucede. Sabemos que son insuficientes. Son metáforas. En algo se puede parecer. Pero insistimos una y otra vez en que es algo más.

La cuestión es que nadie puede vivir de imágenes. En algún momento tienen que pasar a ser realidad. Por mucho que me hablen o me canten y bailen, da igual. No puedo tirarme la vida entera viendo películas de amigos y de gente que tiene éxito, con final feliz a pesar de las dificultades de la vida, sin que nadie me ofrezca la oportunidad de vivirla realmente. Cuando tomo contacto con la vida, con mi vida, con la única vida que tengo para vivir, se acabó el juego y el romanticismo. Se llama realidad. Y es un tanto pesada, porque no da muchas oportunidades. Parece que está todo escrito. Todo lo de ayer ahí quedó, pero hoy y mañana serán más o menos lo mismo. Y así un día y otro día. Y cuando descubro algo emocionante, una nueva metáfora, en seguida se vuelve rutinario. ¡Tiene razón el de la “montaña rusa”! Subes despacio y disfrutando, pero qué pronto se baja a la “realidad”.

Al final, necesito que, por muchas imágenes que tenga, regresaré al mundo de las palabras, buscaré alguien me hable. Y pregunto. Y me dicen. Y es casi el único mapa que tengo, aunque pobre, para ir dibujando lo que me voy o puedo llegar a encontrarme “más o menos”. Y no todas las palabras valen lo mismo, ni tienen la misma fuerza, ni me ayudan igual. Frente a los que hablan por hablar también están los que se lo toman “demasiado en serio” y aburren.

Para dar sentido a todo esto, ¿estoy solo? ¿Tengo que hacerlo todo nuevo? ¿Tan original voy a ser? ¿Me conformaré, por mucho que proteste ahora, con repetir lo que mis padres han vivido, pero en la era de la tecnología? ¿Aportaré algo al mundo, o forjaré grandes muros para poner jardines bonitos en “mi mundo”? ¿Nadie tiene ningún mapa para la vivir de verdad, para ser feliz realmente? ¿Tengo que vivir tan libre que no pueda fiarme de nadie? ¿Hasta ese punto desconfiar del resto? ¿No aprender de nadie, ni de nada?

No hay fórmulas. Pero sí revelación. Cuando quiero montar algo, lo mejor es preguntar a quien lo ha hecho, al inventor. Es quien mejor puede orientar.

Dios, en este sentido, es un desafío para el hombre que busca. Un simple “quizá exista” y pueda dar sentido a todo, incluso a mi vida y mi libertad. Un simple “quizá” no destruye nada de lo que nos rodea, y ése es en gran parte el misterio más grande que exista, porque es la muestra más palpable de que siempre ha estado ahí. Y más cuando, por encima de todo lo que hemos hablado, dice que Él es la Vida que todos buscan y la plenitud de todo lo humano. Desafío que es un reto, una especie de singular combate de personal ineludible. Desafío a afrontar, de frente y con total sinceridad vital, no ideológica. No puede ser de otro modo.

Parece que hablar de “fe” y de “Dios” está desfasado. Creemos que es como si un payaso anunciase algo serio, y todo el mundo le mirase y se riese de él creyendo que es parte de su función. Pero no es así. Hablar de “fe” es dialogar sobre la vida y a la vida, tocar lo profundo del hombre y sus metáforas. “Fe” es confiar, y forma parte tan sustancial del ser humano que no cualquiera está dispuesto a trastocar sus planes y cuestionarse de esa manera. Defenderse, como si nadie creyese, parece la solución más propicia. Sin embargo, en dos palabras nos damos cuenta de la cantidad de actos de fe que hacemos a lo largo del día, de lo difícil que es tocarlos, porque son especies de verdades absolutas para nosotros, y que no podemos humanamente renunciar a ello. Y Dios, un simple “quizá” no dejaría a nadie tal y como está. Y continúa siendo, de esta manera, una de las cuestiones más actuales y vitales que nos podamos plantear.

Preguntarnos por qué nos sucede eso. Por qué creemos tanto. Por qué creemos en lo que creemos. Tres cuestiones que nos tambalean. Y nos demuestran que no estamos tan lejos de la fe como decíamos con palabras. Lo importante, en esos dos minutos de examen de sí mismo que haga cada uno, le hará constatar que la diferencia no está en si creemos o no, sino en qué creemos. O lo que es lo mismo, en qué arriesgamos nuestra vida, a qué tren hemos decidido subirnos y qué nos ha empujado a ello, quién nos invitó. Sin que nadie, además, pueda asegurarnos que es el mejor tren, que nos llevará a un lugar seguro, ni nos hará felices. Para evitar toda pregunta, toda cuestión que entre más allá de dónde quiero, lo peor es que socialmente preferimos un “todo depende” que nos deje tranquilos a todos, aunque sea lo más contrario a la ciencia que existe, porque esta defiende precisamente su inverso. Y nosotros, en nuestro fuero interno, donde hablamos en bajito con nosotros mismos, sabemos igualmente bien que no nos da igual vivir de cualquier manera, ni cualquier cosa, ni con un cualquiera por pareja, ni con unos cualquiera por amigos… salvo que estemos muy desesperados y busquemos una forma de “salvarnos” de “cualquier” forma.

Si nos acercásemos a quien cree y le preguntásemos, también él nos diría con sinceridad que no vive sin problemas, ni las “verdades dogmáticas” pueden hacerle bajo ningún caso feliz. También él, como quien se aferra a decir que no-cree, vive de la confianza. Y en elementos fundamentales y no en baladíes.

“Uno de los ilustrados, un hombre muy instruido, que había oído hablar de Berditschewer, fue un día a buscarlo para, como solían hacer, disputar con él y machacar sus obsoletas pruebas a favor de la verdad de su fe. Cuando entró en el aposento del Zaddik, lo vio pasear por su habitación, con un libro en las manos, y sumido en profunda meditación. Ni siquiera se dio cuenta de que había llegado alguien. Por fin lo miró de soslayo y le dijo: “Quizá sea verdad.” El hombre instruido trató en vano de conservar la serenidad: el Zaddik le parecía tan terrible, su frase tan sencilla le resultó tan tremenda, que le empezaron a temblar las piernas. El rabí Levi Jizchak se volvió totalmente hacia él y le dijo muy sereno: “Amigo mío, los grandes de la Torá, con los que has disputado, se han prodigado en palabras; y tú, cuando te ibas, te has echado a reír. No han podido ponerte ni a Dios ni a su Reino encima de la mesa. Pero piensa esto: quizá sea verdad.” El ilustrado movilizó todas sus fuerzas más íntimas para contrarrestar el ataque; pero aquel “quizá”, que de vez en cuando retumbaba en sus oídos, oponía resistencia.” (M. Buber, “Werke III”)

La duda, las inseguridades personales y colectivas. Aquello que impide que el hombre pueda cerrarse en sí mismo es lo que mejor permite la comunicación. Pero, sentados a hablar de lo fundamental de la vida, también hay que ser radicalmente sincero. Respecto a los propios límites de la verdad, también respecto a uno mismo. Hablar de incertidumbre es hablar de confianza, y por tanto de fe. Sólo hablamos con absoluta certeza de lo que no nos interesa realmente, ni de lo que es capaz de hacernos felices o infelices. Una persona ante el amor de su vida no puede afirmar rotundamente nada, ni siquiera que será para siempre, pero lo desea y confía además recibir lo mismo. Una persona ante el dolor y el sufrimiento no busca un diagnóstico, sino esperanza.

Dios seguirá siendo esencialmente visible a pesar de la fe de una persona. Lo que es transformada no es la realidad, sino el sujeto que lo acoge. El cristianismo, no todas las religiones, está radicalmente condicionado por la palabra “fe”, que no es “ver”, sino una forma de acceder a la realidad como punto de arranque decisivo.

¿Con qué te asombras?


El asombro es una capacidad algo más que intelectual, y sin embargo despierta la inteligencia para cuestionarse sobre el mundo y preguntarse por quiénes somos. El asombro es un impacto, una maravilla que nace dentro de nosotros mismos al surgir algo nuevo y diferente. Supera en eso también a lo moral, lo ético, a los actos de la persona, porque el asombro no se puede buscar por medio de la voluntad. No puedo querer quedarme asombrado, ¡no sería asombro! El asombro es algo también terrible y poderoso, que se impone, que ejerce fuerza sobre nosotros haciéndonos comprender que somos o muy pequeños -y nos deja desprotegidos y humildes- o muy grandes -y convoca nuestra responsabilidad más alta-. El asombro no es planificable, y no lo es de ningún modo. Se puede adelantar e intuir, y sin embargo, cuando llega es totalmente novedoso.

¿Qué te asombra de tu vida corriente, de tu vida diaria? ¿Hay algo que haya sucedido que haya tenido esa capacidad de requerir algo de mí más allá de lo ordinario y de lo conocido, que te supere con creces y ante la que te has quedado estupefacto e interrogado? ¿Desearías estar abierto a esa forma de vivir, un tanto perpleja, que abre la puerta a disfrutar de todo, en el mejor sentido del carpe diem latino?

No es difícil constatar cómo hemos perdido una cierta capacidad de asombro ante las cosas que nos rodean y aquellas que nos suceden. Damos por supuesto demasiado. Creemos conocer y poder explicar casi todo cuanto sucede. Y sin embargo, detenidamente, nos reclaman de vez en cuando para enseñarnos que en la vulgaridad y lo elemental algo se levanta por encima de todo para educarnos en lo excelso y tremendo y fascinante. Acabo de llegar a la casa en la que estoy alojado en Roma después de un paseo nocturno por lugares «clave» de la ciudad. Ayer no tuve la oportunidad de salir por la noche, y hoy no me he resistido. Es la cuarta vez que visito la Fontana di Trevi. Y cada día me parece más grande, más hermosa, más sublime. Además hoy me he parado, de espaldas a la misma a echar mi moneda, y he podido ver la cara del resto de la gente. Había niños y mayores, africanos y asiáticos y europeos y americanos, mujeres y hombres… de todo. Y en todas sus caras existía ese reclamo de lo extraordinario.

Lo que me quiero preguntar es si esa cara sólo la ponemos después de hacer viajes de avión, después de abandonar la vida que llevamos. Si fuera así, no merecería realmente la pena que siguiésemos entregados a las tareas diarias; si sólo de vez en cuando tenemos la oportunidad de descubrir que estamos VIVOS, no comprendería por qué tanto esfuerzo viendo pasar las horas y los días esperando el siguiente momento de asombro.

En mi vida diaria me asombra Dios, con su Palabra siempre cuidadosa y directa. Me asombra la comunión con personas a las que aparentemente conozco tan poco y con las que comparto tanto y tanto. Me asombra igualmente mi vocación, que ni yo doy por supuesta y que parece que toca descubrir como nueva de vez en cuando. Me asombra la historia que he hecho, la fuerza para superar obstáculos y la certeza de que estoy viviendo de verdad. Me asombra el rostro de algunos jóvenes y niños, por quienes he rezado estos días en la casa de Calasanz, que son para mí un misterio, que son parte fundamental y radical de mi vida, que respiran los valores del mundo y están empezando a crecer entre no pocas dificultades. Me asombra que Dios haya puesto en mí determinados dones, y me asombra aún más que en medio de una sociedad poco crítica pueda aportar con ellos una palabra y una vida diferente a la normal. Me asombra que haya personas que viven la injusticia cada día y luchen por salir adelante, y lo digo con dolor, igual que me parece asombroso creer que el mundo se puede cambiar para hacerlo más humano y fraterno «a golpes de educación y diálogo», dejando a un lado los «golpes violentos» de los totalitarismos modernos, mediáticos y fanáticos de la postmodernidad aparentemente tan relativista. Me asombra estar aquí, lejos de mi vida rutinaria, y acordarme de ella con añoro. Me asombra tener ganas de comenzar el curso, siempre mejor que el anterior, en mitad de las vacaciones…. Y tantas, tantas otras…

Gracias a quienes me habéis ayudado a descubrir estos asombros diarios. Es un camino terrible y difícil de recorrer, de final feliz.

Roma, 26 de julio de 2011

¿Estás «en casa»?


La verdad es que la pregunta es habitual. Hoy podemos hablar con alguien y chatear, y actualizar el blog y seguir las redes sociales, casi sin estar en ningún sitio. Hay barreras que se van superando a marchas forzadas en el tiempo y en el espacio, aunque ojalá que se pusieran esfuerzos similares en derribar otros muros más preocupantes como la violencia, la desigualdad y la injusticia, por no hablar de la mentira y la falta de caridad. Sólo apunto que ojalá, sin desestimar que realmente es posible y que está en “nuestra” mano.

Hoy podemos estar en cualquier lugar. En el último mes he estado en durmiendo en cuatro regiones diferentes de España por diferentes asuntos, y ahora escribo desde Roma. ¡Es espectacular! Pero, entre tanto cambio y vaivén, hoy me han preguntado, al hilo de sentirme parte y pertenecer a la Orden de las Escuelas Pías y a la Iglesia -cada uno tiene sus pertenencias y se siente parte de algo-, que si me encuentro en casa. De ahí que os la haga también yo a vosotros, y os invite a responder con la sinceridad más absoluta, consciente de que nos jugamos la vida en ello y que, más allá de justificaciones y de evitar enfrentarnos a la cuestión en sí, la respuesta es tan absolutamente personal que nadie podrá responderla por nosotros.

Por otro lado, no es una cuestión simplemente de “sentimiento”. Más bien se trata de un saber personal. Sabemos si estamos “en casa” o no. En el espacio sabemos en qué lugar estamos por signos, y podemos depurar apariencias y engaños. Aunque me presenten una representación del Partenón, si no he hecho un viaje a Atenas, sé perfectamente que no estoy ante él. Podré tener una sensación, pero no estoy ante el verdadero Partenón, no estoy ante esa maravilla ejecutada por el ingenio humano hace más de 2300 años. No estoy, y punto. Y de igual manera considero que en la realidad hay también signos que nos invitan a comprender dónde y cómo estoy, qué es eso de estar “en casa”, como si hubiésemos encontrado ese espacio y realidad en la que jugarnos la vida al máximo y con autenticidad. (Yo he hecho mi trabajo, y os insisto en que sería importante que cada uno dedicase su tiempo; partimos, eso sí, de una “sensación” previa que nos hace detectar la respuesta casi al minuto.)

De todos modos, para ser realistas y no caer en falsas ilusiones, os aporto también una Palabra del Evangelio que a mí, en ese minuto que antecede a la respuesta a la pregunta, me ha surgido interiormente. “En la casa de mi Padre, hay muchas estancias.” Es decir, que ser buscadores y continuar discerniendo a qué lugar concreto Dios me llama se puede realizar (casi se debe incluso) dentro de la casa del Padre. Antes de determinarse por un aspecto concreto, viene ese saberse del lado de Dios, del lado del Reino… porque quien busca esto recibe el resto por añadidura.

Roma, 25 de julio de 2011.

¿Cambian la sociedad muy rápido?


Estoy pasando unos días con mis padres en un minúsculo pueblecito de León donde nació mi madre, a unos seis kilómetros del aun más pequeño pueblo donde nació y se crió mi padre.

Hablando ayer con ellos nada más llegar, les comenté que la hija pequeña de unos muy-amigos está en Canadá y que la mayor ha estado tres días en Europa en una conferencia. Mi madre me dijo, primero, que aprovechasen para disfrutar y formarse bien. Y después nos pusimos a hablar de lo que ellos hacían en vacaciones: venir al pueblo y trabajar el campo para ayudar a los padres; porque durante el año estaban estudiando fuera. A decir verdad, sólo mi madre, porque mi padre no fue a la universidad; era el mayor de una sencilla familia de campo.

¿Cambian las cosas? A la fuerza esto ha creado una sociedad diferente a la suya, aunque todo sea gracias a su esfuerzo y disciplina.

Gracias a toda esa gente que, como mis padres, puso los fundamentos de una sociedad moderna a base de mucho sacrificio y ahorro buscando lo mejor para sus hijos.

Espero que se lo agradezcamos y aprendamos de ellos a salir de la crisis que nos domina.

¿Qué tal las notas?


Quizá sea esta pregunta la última pregunta que muchos profesores dirigen a sus alumnos, antes de terminar el curso.

Me nace creer que no es, ni de lejos la más importante. Es más, de hecho es de las preguntas menos educativas. Pero así son las cosas de la vida. El último encuentro, y más cuando lis resultados no han sido buenos, está mediado por el boletín.

¿Seguimos creyendo realmente y con hechos que todo alumno es una persona? ¿Vivimos la educación para la vida como el núcleo de la escuela? Cuestiones parecidas a la que hoy me nace, me da mucho que pensar respecto a un sistema que no centra su fuerza en el desarrollo humano de personas y pueblos, sino que califica desde niños para clasificar cuando sean mayores.

Un saludo a mis alumnos de este curso, especialmente a los que han tenido más dificultades y a aquellos que sé que se han esforzado por sacarlo todo adelante.

¿Una casa y un hogar?


Sueño con un hogar, como todos. Hoy es difícil tener casa, pero un hogar es diferente. Cuando hablo con jóvenes sobre lo que es «su casa» todos sueñan con un hogar. Andan pendientes de lo que cuesta, de lo que necesitan, de las cosas que hay que tener para poder llenarlo. Pero realmente quieren y buscan un hogar.

Descubrir qué se requiere para formar un hogar es otra cuestión, requiere más paciencia e intensidad, requiere estar más atento al corazón que a las cosas, más pendiente de cuidar los momentos que del reloj que marca las horas, de las personas que de los propios caprichos. Por eso es más complicado aún. No depende además de algo así como una hipoteca que se va pagando poco a poco, y al final se consigue. No depende de los propios méritos, sino que es acción del amor, del diálogo de amor que hay entre los miembros de ese hogar. No se forma con lazos de sangre, sino a través de la intimidad, del conocimiento de unos y otros, de la presencia de unos en la vida de los demás como personas significativas, que aportan confianza, amor, esperanza y fe.

Un hogar es lo que mostró el maestro a los discípulos en lo alto del monte. Es cuando uno siente que ese es el verdadero lugar que se puede formar, que más allá de eso no hay más. Quisiera estar por siempre en el hogar.

Pero encontrar un hogar supone ser capaces de descender. Hogar significa fuego, y por lo tanto enciende el corazón, ilumina. Y la luz no puede ocultarse debajo del celemín, ni se ha hecho para que se guarde en un cofre. La luz está para ser mostrada, para ser abierta, para ser dada a los demás y compartida. La casa es posesión propia, la casa sin embargo se comparte también con otros.

En una casa los miembros son de sangre, en el hogar sin embargo hablamos de más cosas.

Un saludo.

¿Quiénes me felicitan?


Depende de qué hablemos. Por mi cumpleaños me han felicitado aquellos que lo sabían y que me querían. No todos los que me querían me han felicitado, porque algunos no lo sabían. Y no todos los que lo sabían me han felicitado, porque no todos me quieren. Es natural. Lo doy por supuesto. Pero sé que me han felicitado personas que me quieren y que lo han sabido.

Hablo de felicitar de corazón. Hay palabras que sobran en esto.

Pero hay personas que me felicitan por mi vida. Esas son las que valoran mi vocación y me quieren. Conocen por tanto mi vocación y la valoran. No todos los que conocen mi vocación escolapia, de cura y de profesor, la valoran. Pero quienes la valoran, creo que también me quieren. En este caso va unido.

Mi misión, de sacerdote y de maestro, no siempre es aplaudida y querida. ¡Qué curioso! Sin embargo hoy quiero agradecer a quienes me felicitan por mi vocación y por mi misión, porque me empujan hacia delante. También a quienes valoran mi misión, y desde ese cariño y aprecio por lo que hago, me corrigen con cercanía y con confianza, sabiendo que puedo hacerlo mejor y que, de hecho, sé que tengo que hacerlo mejor y que estoy aprendiendo.

Hay dos personas que hoy quiero recordar. Me felicita habitualmente una persona por la que estoy haciendo sublimes esfuerzos personales e intelectuales. Sus padres también lo saben. Y también me felicita alguien a quien prácticamente dejo hacer lo que quiera, porque confío en su responsabilidad y madurez, en su criterio y su forma de trabajar. A esas dos personas, con sus familias respectivas, hoy las recuerdo.

No es cierto que todos los alumnos odien a los maestros. Es mentira. Y tampoco que todas las familias estén en contra de la escuela. También es mentira. Lo que sé es que, sólo en los casos extraordinarios, por negativos o positivos para todos, aparece la persona a quien podemos felicitar o agradecer.

En el resto de los casos, ¿la gente cree que estamos de brazos cruzados o que no hay nada que agradecer? Algún día me gustaría que, los que critican desde lejos, se incorporen a la vida que a mí Dios me ha regalado, confiando en mí. Cuando yo no era cura ni era maestro, era también fácil hablar y pocas veces hablé desmesuradamente.

Para que seamos personas más agradecidas, porque lo cotidiano también requiere vocación y esfuerzo… R.

¿Por qué dices eso, en qué te basas?


De vez en cuando, casi de forma periódica, como si se tratase de algo que hay que decir para avisar de algo… De vez en cuando me encuentro con alguien que me dice (sin que quiera decir nombres yo, esta vez al menos) que hay una persona, siempre es otra distinta,  que no quiere estar conmigo, que le parezco muy serio, que mejor con la compañía de otras personas…

Esto de forma sistemática. Palabra, no he hecho nada en contra de esta persona. Más bien lo contrario. Pero quedará en mi corazón. Algún día le diré, a la cara, que yo la he defendido frente a otras personas que, a sus espaldas, hablaban mal de ella, aunque a ellas las quiera más que a mí, no me importa; algún día le haré ver que, lo que por fuera parece bonito o feo, puede ser precisamente lo contrario y que sólo se descubrirá profundizando, lejos por tanto de primeras impresiones y de confiar sólo en lo que otros dicen. Pero esto será algún día. Hasta ese momento seré igualmente serio y recto y no permitiré que se hable mal de esta persona. De verdad. Ni lo quiero, ni me parece justo, ni llevará a nada. Aunque siga comprobando cómo «quiere» y «aprecia» más a quienes hablan mal de ella.

Me alegro de ser serio. Creo que no molesto a nadie y que soy bastante recto y sincero. Siempre quedan cosas por pulir, claro está. Pero las personas que me conocen, al menos eso me queda, sé que no son superficiales. Esas me conocen, porque han pasado por encima de la apariencia de seriedad.

Curiosamente me ocurre con dos tipos de personas de las que habla el Evangelio: los pequeños, los niños, esos me conocen y pasan por encima de la seriedad y de la apariencia para calar mi corazón; y de los que son como niños, los débiles y los sencillos. Ni los niños ni los que son como ellos son superficiales. Se hacen superficiales a golpe de martillo social y de falsos dioses. Pero no son superficiales, saben bien quiénes les quieren de corazón. Y de corazón deseo ser como niño.

Un saludo.

¿Te ríes?


Imagina que alguien te dice esto: «¿Te ríes?» Se puede pensar de diferente modo: bien que has dicho algo que le ha molestado, o más bien todo lo contrario.

Dicen que hay tres cosas en la vida que indican, muy humanamente, que todo va normal: reír es una; las otras son dormir y comer. Curioso, ¿verdad?

Aprender a reír no es fácil. Cuando tenemos la sensación de que algo está mal hecho en nuestra vida, que no hemos sido del todo correctos o que incluso, en el mejor de los casos, nos descubrimos a nosotros mismos como personas que podrían haberlo hecho infinitamente mejor, en estos casos… ¿quién se ríe? Se reirán aquellos que han descubierto un motivo por el que alegrarse, los que conocen cómo les ama Dios y que su misericordia está por encima de todo, que el perdón no es una cosa más entre otras. Se reirán aquellos que encuentren que, de verdad, la persona que habla con ellos es alguien que les quiere por encima de todo. Y quizá, sólo eso, sea una oportunidad para alegrarse por haber conocido un gran amigo, una persona nueva, una humanidad diferente nacia de Dios y con una esperanza de plenitud en su seno. Cuando llegue este momento, sí nos reiremos, porque hemos tenido la prueba de que somos mucho más, incluso, que aquello que nos aprisiona y que nos duele.

Un saludo.

¿Vivir divididos, atrapados?


Hoy pienso sobre el «pecado». Ayer por la noche, como todas las noches, aunque ya era muy tarde, me acosté leyendo un libro. Procuro siempre detenerme en una lectura que sea interesante y que me dé la oportunidad de seguir pensando y orando mi vida. Y cogí el segundo libro de la Teología Sistemática de P. Tillich, que trata de «La existencia y Cristo». Gracias a su método de correlación (esto es una nota fácil, no es nada erudito) a mí se me abrió un mundo para el diálogo entre la fe y la cultura amplio, y se lo agradezco, por lo que siempre tengo presente su obra en muchas cosas del día a día.

En su libro habla de la alienación como si fuera: separación, negación de una parte esencial de su propia vida, de la falta de confianza, de la descreencia, del orgullo que me sitúa donde realmente no puedo estar, es decir, en el lugar de Dios. Para los cristianos de hoy el pecado se traduce en no cumplir ciertas normas, pero eso es estar fuera de la cuestión realmente importante. Lo fundamental no son las normas o leyes, sino la vida y lo cotidiano. Y es allí donde se puede descubrir en qué medida el pecado es fuerte y se opone a Dios y al hombre. Si fuese cuestión de meras normas y de respeto a lo que otros dicen… si esto fuera así… ¡qué sentido tendría seguir hablando de la vida! De lo que va el pecado precisamente es de la vida de muchas personas que encuentran una distancia enorme entre sí mismas y su vida, entre sus deseos y su vida, entre su voluntad y su vida.

Ayer tuvimos un pequeño diálogo en un grupo al que asisto todos los domingos por la tarde. No era sobre el pecado, pero faltó ponerle esta palabra. El resto trataba sobre él pero sin nombrarlo. Uno de nosotros sentía que se había quedado sin vida en el ajetreo de la existencia, entre estudios, trabajo y horario. Otro decía que no entendía, más o menos, por qué no podía hacer lo que realmente sabía que estaba bien. Otro compartió su experiencia de desorden en algunos aspectos… Y así sucesivamente. Si a todos nos dan oportunidad de hablar podríamos haber compartido cosas similares. ¿Quién no ha vivido en algún momento que no es él el dueño de su vida? ¿Quién no se ha dado cuenta de la injusticia que supone no poder hacer el bien? ¿Quién no ha sentido con horror y dolor la fuerza de la mentira? ¿Quién no se ha sobrecogido ante la duda de que Dios quiera lo mejor para nosotros? ¿Quién no se ha quedado con una imagen de Jesucristo como un hombre, histórico pero de hace mucho tiempo, que realmente no está cerca de mí hoy y aquí, en mi paso a paso, en mi día a día?

De esto sí va el pecado. Alienación, caída, descreencia, ruptura, división, mal… Dilo como quieras. Pero es tan real como la vida misma.

¿Y ahora que lo descubres… qué hacemos?

El pecado no es ni mucho menos lo que el cristiano tiene que descubrir. No es parte de la buena noticia. Lo que salva no es descubrir esto, lo que salva es la BUENA NOTICIA. Dios es perdón, misericorida, fuerza, amor entrañable, confianza, verdad…. Dios está, y el hombre nunca puede vivir solo.

¿Paradojas?


En clase dejé que mis alumnos se acercasen a ellas. A partir del título de una leyenda de Bécquer, sobre una doncella fantasmagónica que era capaz de hablar, ellos expresaron paradojas de nuestra existencia: soledad acompañada, tristeza alegre y alegre tristeza, acompañamiento solitario, luz oscura y oscuridad luminosa, pensamiento ilógico y confianza desconfiada, valentía cobarde y cobardía valiente… Muchas más surgieron. Se llaman «antítesis».

Me parece genial poder descubrir las propias. Lo que pensamos que no puede darse, que no puede pensarse dos cosas al mismo tiempo, no es cierto. Es totalmente verdad: ambos casos, ambas palabras, ambas realidades conviven y lo hacen dentro de mí, en mi existencia, con mis pasos y palabras, con mis actitudes.

Cuando mis alumnos se dieron cuenta se quedaron perplejos. Hasta entonces no lo habían pensado. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo puede darse esa triste posibilidad en la que no se hayan detenido a pensar en lo que llevan dentro y les hace vivir?

¿Disponible?


Insisto últimamente mucho en esta palabra. Creo que la vida me ha mostrado, de alguna manera me ha contado incluso a través de mis pasos, que la disponibilidad es fundamental. En el día a día redescubro mi vocación a través de la disponibilidad. Quienes me acompañan a diario durante los últimos años conocen cómo he ido respondiendo, quizá no siempre pero sí en cosas fundamentales, desde la disponibilidad a lo que los otros quieren, y esto, que al principio es simplemente obedecer, se ha hecho para mí algo fundamental.

Probablemente en estas pocas líneas no pueda recoger toda la vida que me ha dado el simple hecho de estar abierto a las propuestas de otros, manteniendo mis propios criterios. Empecé a ser profesor de algo que, si bien entraba dentro de mi lógica, no me agradaba del todo y ahora, algo más de tres años después, es un núcleo central de mi pensamiento y me ha abierto un mundo. Empecé a ser catequista de un grupo que yo creía que no era el adecuado. Esto sucedió un año, pero al año siguiente se volvió a proponer otra cosa que, una vez más, me ha dado amigos y me ha permitido encuadrar mi vocación escolapia y educadora de modo admirable. En una reunión, hace algo más de un curso, faltaba alguien para un servicio en la comunidad educativa. Me presenté voluntario. Sin duda alguna, después de contemplar el paso de los días y de los sufrimientos y alegrías, para mí está siendo de lo más enriquecedor.

Estas pequeñas cosas, que no habría hecho de no estar disponible, se están convirtiendo en el centro de mi experiencia de Dios, realidades cotidianas que transparentan palabras hermosas del Evangelio, desde el nacimiento en Belén haciéndose pequeño hasta momentos de Pascua. Parece mentira que yo, tendente siempre a la seguridad y al control haya incorporado paulatinamente este dejarme sorprender. Si yo soy capaz, cómo no van a serlo también otros.

Además adquiere nuevo realismo el Evangelio. Tanto la palabra aquella en la que un hombre estaba tirado en el camino, como la sentencia de Jesús sobre dónde reclinar la cabeza, como el hágase de María, como la escucha atenta de la voz del maestro junto al lago, como los deseos de la gente sencilla que se acerca a Jesús, como el ciego al lado del camino, como el que no podía caminar, como quien encuentra amigos… Se sitúa de forma real, porque encuentro vida de por medio. Mi vida, pero una vida que no es simplemente mía. Como dice Pedro Salinas, un mundo que miro con ojos de otro.

¿Lo esperabas?


No me entretengo. Pero hoy he tenido un encuentro de esos que son inesperados y maravillosos al mismo tiempo. Viajamos a una ciudad distinta a la mía, una ciudad turística a más de 100 kilómetros. En la ciudad, hermosa toda ella y llena de calles y lugares por los que pasear… justo a la puerta de uno de estos edifiicos… el encuentro inesperado.

Si cuando salgo de casa por la mañana me dicen que va a suceder, no me lo creo. Pero todo es posible. Son de estos encuentros que realmente hacen pensar en lo inesperado, en los sueños que son realizables y que se dejan de lado porque parecen difíciles.

No es un sueño. Es real. Y me alegro de que haya sucedido de esta manera.

Un fuerte saludo.

¿Ser o parecer?


Necesitamos hacer distinciones para conocer a fondo la realidad. Esta es una de las primeras que solemos hacer, porque la experiencia nos muestra precisamente eso: que no todo lo que parecer ser, luego realmente resulta siendo; que no todo lo que se aparenta, está tan incrustado en la vida como para poder decir que «es realmente»; y que todo lo que se es, tampoco se muestra. Existe una fractura, tan real como la vida misma, entre lo que se parece y lo que se es. Cuando no mostramos lo que somos por propia iniciativa decimos que llevamos unas «máscaras» encima que impiden a los demás ver nuestro propio rostro, quienes somos realmente, y andamos jugando a «mostrar» y «ocultar». Pero otras veces nos resulta complicado darnos a conocer, no porque llevemos máscaras, sino porque aparecen cosas «particulares» de nosotros mismos sin poder darnos a conocer totalmente. Esta experiencia, para quien la vive, le resulta totalmente imaginable y le puede poner palabras. Está por encima de las timideces incluso, por encima de las introversiones, por encima de todas esas cosas de las que se suele hablar. Es la experiencia de quien se ha parado más de una vez a preguntarse por qué si es sincero no acaba por hacerse entender, por qué si lo que hace es amar termina siendo tan criticado.

Así de sencillo. Así de simple. Y así de eficaz. Pero también esto nos ayuda a reflexionar más a fondo, a dudar incluso de la vida tal y como la llevamos. A pensar que los demás no reciben de nosotros «lo que somos» a palo seco, sino «lo que aparentamos». Controlar la imagen que proyectamos es fundamental, ser educados en eso también es de vital importancia.

Esto me hace pensar bastante. Creo que la pregunta del inicio, más que «o» debería decir «y». Todo cambiaría: ¿Ser y parecer?

Un saludo