Si te piden que representes la vida en una imagen, ¿cuál elegirías? He preguntado a otras personas y hay quienes me han dicho que es un sueño, otros que una pesadilla. Algunos se conformaron con decir que es camino y otros que una montaña rusa, un carrusel. También están los que piensan que es un campo de minas, una aventura por la selva o un rally por el desierto. Un grupo, de esos que disfruta de todo, dice que un carnaval, que un teatro lleno de personajes hipócritas que son realmente otra cosa, o un musical sinfónico, y hasta un baile de máscaras que vas desvelando según va pasando la noche. La gente de los riesgos se expresa como juego de cartas, y quien no da ningún paso cuenta que es como un reloj que gira y gira igual cada día, sin mayor movimiento. Los creativos se jactan y disfrutan creyendo que es tejer un gran tapiz o pintar un cuadro hermoso, pero pronto llega el pesimista a explicarles que tenemos pocos hilos o los colores son los que son, y no se puede invitar mucho. Es que no es lo mismo hablar de una carrera, de un maratón o de una prueba de obstáculos. Ni decir regalo que hablar de batalla con trampas escondidas. Ir caminando con una mochila o arrastrando un carro pesado. ¿Esclavitud? En la era de la tecnología también pensamos que es una gran comunidad virtual, donde puedo ir conectándome con quien quiero, y como quiero, y decir y pensar lo que quiero montándome mi propio personaje; aunque siempre llega el típico de los virus, de las mentiras dichas por internet, donde se cuenta lo que se quiere y como se quiere. Y así metáforas y metáforas. ¿Cuál sería la tuya? Todos recibimos imágenes sobre la vida. Nos ayudan a entender qué es lo que sucede. Sabemos que son insuficientes. Son metáforas. En algo se puede parecer. Pero insistimos una y otra vez en que es algo más.
La cuestión es que nadie puede vivir de imágenes. En algún momento tienen que pasar a ser realidad. Por mucho que me hablen o me canten y bailen, da igual. No puedo tirarme la vida entera viendo películas de amigos y de gente que tiene éxito, con final feliz a pesar de las dificultades de la vida, sin que nadie me ofrezca la oportunidad de vivirla realmente. Cuando tomo contacto con la vida, con mi vida, con la única vida que tengo para vivir, se acabó el juego y el romanticismo. Se llama realidad. Y es un tanto pesada, porque no da muchas oportunidades. Parece que está todo escrito. Todo lo de ayer ahí quedó, pero hoy y mañana serán más o menos lo mismo. Y así un día y otro día. Y cuando descubro algo emocionante, una nueva metáfora, en seguida se vuelve rutinario. ¡Tiene razón el de la “montaña rusa”! Subes despacio y disfrutando, pero qué pronto se baja a la “realidad”.
Al final, necesito que, por muchas imágenes que tenga, regresaré al mundo de las palabras, buscaré alguien me hable. Y pregunto. Y me dicen. Y es casi el único mapa que tengo, aunque pobre, para ir dibujando lo que me voy o puedo llegar a encontrarme “más o menos”. Y no todas las palabras valen lo mismo, ni tienen la misma fuerza, ni me ayudan igual. Frente a los que hablan por hablar también están los que se lo toman “demasiado en serio” y aburren.
Para dar sentido a todo esto, ¿estoy solo? ¿Tengo que hacerlo todo nuevo? ¿Tan original voy a ser? ¿Me conformaré, por mucho que proteste ahora, con repetir lo que mis padres han vivido, pero en la era de la tecnología? ¿Aportaré algo al mundo, o forjaré grandes muros para poner jardines bonitos en “mi mundo”? ¿Nadie tiene ningún mapa para la vivir de verdad, para ser feliz realmente? ¿Tengo que vivir tan libre que no pueda fiarme de nadie? ¿Hasta ese punto desconfiar del resto? ¿No aprender de nadie, ni de nada?
No hay fórmulas. Pero sí revelación. Cuando quiero montar algo, lo mejor es preguntar a quien lo ha hecho, al inventor. Es quien mejor puede orientar.
Dios, en este sentido, es un desafío para el hombre que busca. Un simple “quizá exista” y pueda dar sentido a todo, incluso a mi vida y mi libertad. Un simple “quizá” no destruye nada de lo que nos rodea, y ése es en gran parte el misterio más grande que exista, porque es la muestra más palpable de que siempre ha estado ahí. Y más cuando, por encima de todo lo que hemos hablado, dice que Él es la Vida que todos buscan y la plenitud de todo lo humano. Desafío que es un reto, una especie de singular combate de personal ineludible. Desafío a afrontar, de frente y con total sinceridad vital, no ideológica. No puede ser de otro modo.
Parece que hablar de “fe” y de “Dios” está desfasado. Creemos que es como si un payaso anunciase algo serio, y todo el mundo le mirase y se riese de él creyendo que es parte de su función. Pero no es así. Hablar de “fe” es dialogar sobre la vida y a la vida, tocar lo profundo del hombre y sus metáforas. “Fe” es confiar, y forma parte tan sustancial del ser humano que no cualquiera está dispuesto a trastocar sus planes y cuestionarse de esa manera. Defenderse, como si nadie creyese, parece la solución más propicia. Sin embargo, en dos palabras nos damos cuenta de la cantidad de actos de fe que hacemos a lo largo del día, de lo difícil que es tocarlos, porque son especies de verdades absolutas para nosotros, y que no podemos humanamente renunciar a ello. Y Dios, un simple “quizá” no dejaría a nadie tal y como está. Y continúa siendo, de esta manera, una de las cuestiones más actuales y vitales que nos podamos plantear.
Preguntarnos por qué nos sucede eso. Por qué creemos tanto. Por qué creemos en lo que creemos. Tres cuestiones que nos tambalean. Y nos demuestran que no estamos tan lejos de la fe como decíamos con palabras. Lo importante, en esos dos minutos de examen de sí mismo que haga cada uno, le hará constatar que la diferencia no está en si creemos o no, sino en qué creemos. O lo que es lo mismo, en qué arriesgamos nuestra vida, a qué tren hemos decidido subirnos y qué nos ha empujado a ello, quién nos invitó. Sin que nadie, además, pueda asegurarnos que es el mejor tren, que nos llevará a un lugar seguro, ni nos hará felices. Para evitar toda pregunta, toda cuestión que entre más allá de dónde quiero, lo peor es que socialmente preferimos un “todo depende” que nos deje tranquilos a todos, aunque sea lo más contrario a la ciencia que existe, porque esta defiende precisamente su inverso. Y nosotros, en nuestro fuero interno, donde hablamos en bajito con nosotros mismos, sabemos igualmente bien que no nos da igual vivir de cualquier manera, ni cualquier cosa, ni con un cualquiera por pareja, ni con unos cualquiera por amigos… salvo que estemos muy desesperados y busquemos una forma de “salvarnos” de “cualquier” forma.
Si nos acercásemos a quien cree y le preguntásemos, también él nos diría con sinceridad que no vive sin problemas, ni las “verdades dogmáticas” pueden hacerle bajo ningún caso feliz. También él, como quien se aferra a decir que no-cree, vive de la confianza. Y en elementos fundamentales y no en baladíes.
“Uno de los ilustrados, un hombre muy instruido, que había oído hablar de Berditschewer, fue un día a buscarlo para, como solían hacer, disputar con él y machacar sus obsoletas pruebas a favor de la verdad de su fe. Cuando entró en el aposento del Zaddik, lo vio pasear por su habitación, con un libro en las manos, y sumido en profunda meditación. Ni siquiera se dio cuenta de que había llegado alguien. Por fin lo miró de soslayo y le dijo: “Quizá sea verdad.” El hombre instruido trató en vano de conservar la serenidad: el Zaddik le parecía tan terrible, su frase tan sencilla le resultó tan tremenda, que le empezaron a temblar las piernas. El rabí Levi Jizchak se volvió totalmente hacia él y le dijo muy sereno: “Amigo mío, los grandes de la Torá, con los que has disputado, se han prodigado en palabras; y tú, cuando te ibas, te has echado a reír. No han podido ponerte ni a Dios ni a su Reino encima de la mesa. Pero piensa esto: quizá sea verdad.” El ilustrado movilizó todas sus fuerzas más íntimas para contrarrestar el ataque; pero aquel “quizá”, que de vez en cuando retumbaba en sus oídos, oponía resistencia.” (M. Buber, “Werke III”)
La duda, las inseguridades personales y colectivas. Aquello que impide que el hombre pueda cerrarse en sí mismo es lo que mejor permite la comunicación. Pero, sentados a hablar de lo fundamental de la vida, también hay que ser radicalmente sincero. Respecto a los propios límites de la verdad, también respecto a uno mismo. Hablar de incertidumbre es hablar de confianza, y por tanto de fe. Sólo hablamos con absoluta certeza de lo que no nos interesa realmente, ni de lo que es capaz de hacernos felices o infelices. Una persona ante el amor de su vida no puede afirmar rotundamente nada, ni siquiera que será para siempre, pero lo desea y confía además recibir lo mismo. Una persona ante el dolor y el sufrimiento no busca un diagnóstico, sino esperanza.
Dios seguirá siendo esencialmente visible a pesar de la fe de una persona. Lo que es transformada no es la realidad, sino el sujeto que lo acoge. El cristianismo, no todas las religiones, está radicalmente condicionado por la palabra “fe”, que no es “ver”, sino una forma de acceder a la realidad como punto de arranque decisivo.