Abandono el sacerdocio


Después de cinco años que celebro justo hoy -también entonces fue domingo, y celebrábamos la Trinidad-, y de ver lo que he visto, abandono el sacerdocio. Creo que puedo aventurarme en afirmar que soy el primer cura que dice esto en internet y las redes sociales. Es un ministerio demasiado grande para mí (para cualquiera, aunque conozco algunos curas que lo llevan con verdadera dignidad y servicio), hacer las cosas bien, siempre bien, resulta imposible, hay que tener mucha paciencia, alegría y sabiduría, fe, esperanza y caridad. Un camino de imposibles diarios. En el que se reciben palabras de gratitud algunas veces, pero habitualmente cargas con el dolor, el sufrimiento y las angustias de muchos sobre las espaldas. Así que, a estas alturas, después de pasar los primeros años de vida intentando por todos los medios esto, vivir como un cura, lo dejo. Sin duda alguna, y aunque pueda pareceros extraño, considero prudentemente que resulta lo mejor para mí, lo mejor para otros, lo mejor para la Escuela Pía, lo mejor para la Iglesia, e incluso lo mejor para Dios. Aunque será éste último el más «responsable».

Me he dado cuenta (cinco años después, ¡qué torpe soy!) que para ser un buen sacerdote hay que abandonarse. Dejar de ser tanto «uno mismo», y repetirse y repetirse, para ponerse en manos de Dios, de la comunidad, aprender de los otros. Mira que lo he dicho veces, y lo difícil que resulta. En estos cinco años, lo que ha habido de Dios ha sido tan bonito, tan grande, tan hermoso, que a veces me parece imposible para mis cualidades naturales y mis características personales. Así que, haciendo repaso, y dándome cuenta de que lo mejor que hay en mi vida es de Dios, lo dejo en sus manos. Hoy desearía que se cumpliera este deseo, hacer más hueco en mí, estar más disponible para Dios y los hermanos, andar siempre en fanea, ponerme a la escucha para saber qué tengo que decir, cómo y cuándo, qué es lo mejor que puedo hacer, cómo y cuándo. Esto de ser cura es un regalo inmenso que no se puede llevar adelante solo. Así que gracias a tantos que lo habéis hecho posible. A quienes se han dejado guiar, con quienes he celebrado tantas veces la Eucaristía, quienes se han aproximado a la reconciliación. Igual que no hay profesor sin alumnos, por bueno que sea, ni un padre puede decir que lo es sin hijos, yo no sería sacerdote sin el cielo ni la tierra. En medio me veo, y tanto al cielo como a la tierra les debo mi ministerio. Servimos de puente, estamos de paso, acercamos presencias, abrimos el corazón, la cabeza y la acción a lo que llega de lo alto. Lo mejor, insisto, que puedo hacer es abandonar mi sacerdocio en manos de Dios.

Para dejarse llevar por el Espíritu, no de esclavitud y para la esclavitud, sino de libertad y para la santidad, intuyo que hay varias cosas que resaltar en la vida. Que al menos hasta el momento me han ayudado mucho.

  1. Fiarme de las mediaciones. Que todos estamos en camino, debemos aprender y tenemos la oportunidad de fijarnos. Algunas veces la actitud principal parece ser la «selección-de-mediaciones», y por lo tanto no nos fiamos de lo que tenemos delante y a nuestra disposición. Sin embargo, cuando he aceptado la realidad que tengo ante mí, y las personas con las que puedo hablar, sintiéndome compañero, todo ha resultado más fácil y de gran ayuda.
  2. Entregar lo mejor. Que algunas veces son «cosas», ciertamente. Otras son «gestos», también. Pero la mayor parte de las veces tienen un componente personal muy fuerte, casi brutal. Permitir que otros puedan compartir aquello que yo, primero, he compartido con Dios y es suyo. Tanto en el amor, como en la Eucaristía, como en el Perdón, en la Misericordia, en la Valentía, en la fe y la confianza.
  3. Afirmar la identidad. Aquello que Dios quiere que sea. Evitar que el mal, la desconfianza, la desesperanza me separen y me hagan caer en tristeza.  Afirmar lo bueno. La llamada sigue siendo la misma, no tan diferente del resto de cristianos y personas a las que sirvo. El estilo de vida que me llevará a cumplirlo puede ser particular, pero el horizonte y la meta es común. En este camino, no negar lo que Dios quiere que sea, lo que Dios ha hecho conmigo y va haciendo, mantener un corazón agradecido.

Lo dicho. Que sigo siendo cura. Pero para ser mejor sacerdote, tengo que fiarme más y mejor. Y confiar más en Dios. En el fondo, de esto se ha tratado desde el inicio. Ser más de Dios, y así entregar a Cristo al mundo. Curiosamente, para esto, no puedo dejar de ser yo mismo, con mis cosillas.

Dada la afluencia de mensajes de móvil, llamadas de teléfono y chat de whatsapp, de privados de Facebook y directos de Twitter, señalo que no dejo de ser cura, sacerdote, presbítero o como lo llaméis. De hecho, os pido que recéis por mi vocación. El artículo, bien leído y más allá de los titulares, cuenta otra cosa: dejarse hacer más por Dios, ponerme más en sus manos, confiar más, crecer en esperanza, amar en la medida que Dios ama. Esto, sencillo de escribir, está revestido de una gran complejidad. Por eso, deseo abandonarme más en Dios. Algo que, tanto para mí como para cualquier cristiano, pido con insistencia. Lo dicho, no dejo de ser cura. Las celebraciones, las bodas y mi disposición a servir siguen en pie. Lo único que quiero es que sean más de Dios, al modo de Cristo Jesús+. Que para esto hemos sido llamados los curas, para identificarnos con Él. Y cuando no lo hacemos, no es que demos mala imagen o hagamos lo que no tenemos que hacer, sino que no estamos siendo nosotros mismos.

Por último, aprovecho la ocasión para pedir oración, cuidado y cercanía con aquellos hermanos que están sufriendo alguna crisis, que se sienten «dejados», que pasan por dificultad o sufrimientos. Esta vocación admirable no se puede vivir en soledad, aunque algunos momentos sean muy íntimos y personales. Desde este pequeño blog, mi cercanía, caridad y disposición para con ellos. Sé de qué hablo, y sé que los pequeños en la Iglesia llevan en sus manos grandes tesoros.

No conozco a ningún cura superhéroe


Ni supermanes, ni batmans, ni capitanes américa. Malfada está en el horizonte de lo posible, por el ingenio natural y los comentarios alegres de algunos. Los que yo conozco tienen su propia humanidad y particularidades. Están tocados por una chispa especial, han sido llamados a una vocación muy grande. ¡Eso también! Por tanto, los hay de todo tipo de fragilidad, vulnerabilidad, corazón e inteligencia. Conozco sacerdotes que son inmensamente divertidos y vivos, que se manejan en diversidad de situaciones. Y otros, más tímidos, retraídos y custodios de sus cosas con mucho pudor. Ninguno sobra. De hecho, suelen ser amigos o hermanos entre sí. Algunos de mis compañeros tienen más preocupaciones sociales que otros, la verdad, aunque no sé de ninguno que no quiera amar sin medida. También en la oración encontramos diferencias, tanto en el tiempo, como en la capacidad para estar quietos, como en la calidad de sus palabras, y en la presteza para dar su sí al Señor. La vida espiritual constituye el núcleo de su identidad, personalidad. Incluso cuando hacen oficios de cualquier tipo. He tratado con algún cura taxista, obrero de los de fábrica, y cientos de profesores, educadores sociales, catequistas, acompañantes.

No conozco, insisto, a ningún sacerdote con superpoderes, que destaque por sus cualidades sobrenaturales sobre el resto. Lo siento, pero no levitan en la oración, y se cansan habitualmente en la acción, les hacen daño las palabras ofensivas y las mentiras, y comúnmente se preocupan en exceso por lo que para otros se puede solventar con una visita. Conoces bien la frustración, el sufrimiento, la cruz. Locamente,  y sin pensar demasiado pasan por ella. Andan, sin don de bilocación, ocupados en multitud de frentes que atienden prodigiosamente, aunque si les preguntas con franqueza te dirán que viven con tranquilidad y no sabrán bien cómo es posible alcancen a tanto. Sus vidas tienen huecos. Los curas que yo conozco no se mantienen a tres metros sobre el cielo, habitualmente; si bien andan un poco despegados de las cosas de aquí abajo. Pero darían mucho por poder tomar un café, compartir un rato de fiesta, sentirse hermanos entre los suyos. Por lo general sus días de descanso son escasos, y cuando les llamas procuran atenderte si pueden. Pero ya digo que no son superhéroes.

Humanos, como tantos, tocados en el interior, transformados en lo externo, con una vida que les facilita mucho el servicio a los demás, la atención pausada, la posibilidad de hablar después de la oración. Si te acercas a ellos con confianza, te darás cuenta. Pasan sus crisis y dudas, abrazan con confianza la vida, agradecen y piden mucho diariamente. Por lo tanto, sabrán de qué les hablas. No se escandalizarán de tus miserias.Ellos, nosotros, también estamos en camino como uno más entre el resto. Con faciliades, por la opción de vida y estilo de vida que llevamos, para dedicarnos a una vida un tanto alocada. Puede parecer solitaria, desde fuera, pero no lo es. Puede parecer estéril, y sin embargo se nos permite, en determinados momentos, ver mucho fruto. Puede parecer mil cosas, si se escucha la prensa, y cuando te acercas descubres gran sencillez, cordialidad  y profundidad.

Para conocer bien a un cura, te proponto tres cosas sencillas:

  1. Cuando tengas oportunidad, acércate a él con buena disposición. No los uses para tus «momentos importantes», e intenta compartilos con ellos. Trata de amistad con ellos, y verás cómo viven. Sea tu boda, sea la búsqueda de perdón, sea la escucha de la Palabra, sea en la celebración de un hijo o un familiar, o en la muerte de un ser querido. Ya que están, ¡no te cortes! ¡A lo mejor te llevas una sorpresa! Si tienes ocasión, sal a pasear con él, aléjate de los muros entre los que habitualmente lo encuentras. Allí, como Nicodemo y Jesús, y aunque sea en la noche, aparecerán palabras nuevas. Nacerás de nuevo. Así, la esperanza de ambos será más plena. Del cura como cura, de la otra persona también.
  2. Cuida tu conversación con ellos. No conocerás bien a un sacerdote hablando del tiempo, ni del aire, ni de las carreteras. ¡A nadie! Quizá si hablas de otros asuntos más importantes hoy, a lo mejor se abre un poco más. Prueba a dialogar sobre la crisis, sobre la injusticia del mundo, sobre lo que él puede «palpar» en su ministerio de la sociedad en la que vives. Pero si de verdad quieres ahondar, no les preguntes por la Iglesia de primeras, ni por dónde vienen los curas, ni la historia de la vida religiosa. No les trates como consultores. Son administradores de una riqueza que no es suya, uno más en una gran cadena. Lo mejor, mejor. El secreto que con ellos funciona, es el mismo que vale para toda relación: sinceridad, confianza y autenticidad. Es decir, habla de lo que lleves dentro de ti, de lo que realmente te significa, de tus detalles. Entrará fácilmente al trapo, se irá creando un lazo intenso. La oración está hecha de palabras y de presencias. Y aquí tienes ambas unidas. así, la fe de ambos crecerá. Cada una a su manera.
  3. Después de todo lo que hacen, en ocasiones suele bastar que te intereses por ellos y también quieras cuidarlos. Un quétalestás, rápido, no lleva a nada a nadie. Pero una pausa humilde en la que les preguntes cómo te va la vida, sin mayor interés, llevará lejos la relación. Su ministerio agota a cualquiera, de por sí. Están sostenidos, se encuentran fortalecidos por el Señor. Pero al igual que no predican el amor a Dios en abstracto, sin prescindir del amor al prójimo, tampoco el amor de Dios en general se separa en sus vidas de dejarse amar por los que les tratan como hermanos, respetan o comprenden su vocación. Curiosamente, algunas veces incluso los que se dicen ateos o separados de la iglesia, con su vida cuidan de estos curas, tan humanos, que pasan por su vida. ¡Curioso! Aunque personalmente me siento especialmente cercano a quienes también tienen el privilegio de compartir, comprender y amar mi vocación escolapia en su conjunto. El amor de ambos se irá perfeccionando en el amor entre ambos. ¡Créeme! ¡Lo he vivido!

Para aquellos que cumplen en mi vida las promesas que Dios hace, para aquellos que animan sin descanso, acompañan incansablemente y se muestran disponibles a colaborar en cualquier batalla, hoy, que celebramos Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, agradecerles de todo corazón tanto esmero. Ojalá algún día pueda también yo hacer algo importante por ellos. No por devolver lo que dieron gratis, sino por amor.

¿Qué queda después de…?


¿Qué ha quedado después de vivir la Navidad, atravesar sus calles, convivir con amigos y familia? ¿Qué ha quedado que nos fortalezca para afrontar el día a día, para seguir a Jesucristo con más fuerza, para dejarnos amar por Él? ¿Qué ha quedado?

Supongo que muchos se harán esta pregunta. Han ido pasando los días que tanto esperábamos, uno detrás de otro. ¿Qué ha quedado?

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¿Por qué eres cura?


Os aseguro que es una de las preguntas que más me hacen. En dos situaciones, además, muy diferentes. O bien no me conocen de nada. O bien, tienen mucha confianza conmigo. Como podréis adivinar, las respuestas no pueden ser iguales. No es lo mismo hablar con alguien que no sé qué piensa realmente de lo que estoy diciendo, y para quien mi lenguaje es ajeno totalmente, que para una persona que, además de ser cercana a mí por lo que sea, me conoce en mi vida cotidiana.

Sinceramente, me gustaría que me lo plantease más gente, para mí es una oportunidad.

Y no tengo una respuesta clara. A los primeros les digo que sentí la llamada de Dios a la vida escolapia siendo alumno del colegio de Getafe, teniendo trato con los grupos de fe y con algún que otro escolapio y calasancia (una rama femenina de nuestra familia), que aquello me ayudó a enderezar mi camino y entonces fue cuando me planteé: «Si he cambiado yo gracias a ellos, ¿será que Dios me quiere en el mismo lugar, tomando el relevo?» Y entonces, ya en serio o medio en broma, surgió la pregunta, fui, probé, dialogué con escolapios que, gracias a Dios, me enseñaron muchas cosas y libremente vi que era mi lugar en el mundo.

Entonces es cuando me preguntan: «¿Y cómo lo sentiste?» Para mis adentros pienso: Este es el momento en el que me apetece decir: «A que mola sentir que alguien tiene un sueño para mí. Tú también lo buscas, ¿verdad? El sentido de tu vida, algo que te haga ser feliz, estar lleno…» De verdad, es uno de los momentos en los que más me doy cuenta de que todos tenemos una llamada, que Dios sueña con todos.

Lo cierto es que lo anterior, todo lo que he dicho, es verdad. Pero hay más razones. Ni mi vida, ni mucho menos toda mi historia, y ni de lejos el plan de Dios se puede reducir a lo anterior. A los segundos, a esos que digo que Dios me ha acercado de forma particular, les cuento algo mayor. Les digo, con el corazón en un puño y los pelos como escarpias, que un día que buscaba, como todos los días, algo de paz y sosiego escondiéndome un poco de mí mismo, Dios me quiso y me hizo ver que a su lado nada es comparable. Les cuento que no era un joven entre otros, porque la verdad es que era verdad que andaba metido en más líos de los que me correspondían y había dado un giro raro a mi adolescencia. Pero aquel día, entre la penumbra vislumbré una voz y una Palabra. Escuché… Y me interrumpen para preguntarme si escuché de verdad una voz. Momento en el que yo, casi tan pesadumbrado como indignado, les digo que no, que una voz en sí no, pero que sí viví que alguien me hablaba. ¿Escuché? Sí. ¿Una voz? Sí. ¿Algo extraordinario? No. Quizá tan ordinario como los impulsos del corazón, los deseos, los vértices de la propia vida y los irrenunciables que todos tenemos, pero sacados a la luz con tanta fuerza que no eran, ni de lejos, algo mío. Os aseguro, prosigo yo diciéndoles a mis amigos, que si entonces me dicen que «voy a ser cura» el primero que se ríe no soy yo, sino cualquiera que me conociera entonces. Yo no me reí.

Y aquello no se fue de mi vida. Se clavó hondamente aquella palabra, de tal manera que todo a mi alrededor era incomparable a lo vivido entonces. Por donde iba venía conmigo, no repitiéndose como el pepinillo, sino sazonando todo. Empecé a mirar de forma diferente, a sentirme diferente, a descubrir que algo particular y único, no por extraordinario sino por personal, había acontecido en mi vida. Es cierto. Los lugares por los que iba y salía no parecían los mismos. Al contrario de lo que alguno puede pensar, no condenaba por «malos» a los demás, sino más bien por «mejores» que yo. Casi todos me parecían mejores para la llamada que sentía, pero es que la llamada era mía.

Mal hubiera hecho pensando que aquello se pasaría, sin más. Hubiera perdido el tren de lo que soy ahora. Y, créeme, no quisiera saber en qué líos andaría, a estas alturas.

¿Soy mejor que otros? No. ¿Soy distinto? No demasiado. ¿Soy anormal, extraordinario, extraterrestre? Ni de lejos, y cuanta más gente conozco y situaciones aparecen ante mí, menos. ¿Soy único? Sí, como cualquier persona. Y, en parte, en esto consiste mi vocación. Como soy cura, y eso para muchos es rarísisisimo, aprovecho para decir, cuando me hacen esta pregunta, que para Dios todos somos únicos. En esto consiste la vocación. La mía, y también la tuya.

¿Me invitas a cenar?


Comer es tan importante como trabajar. Lo hacemos de prisa y corriendo, sin detenernos en los detalles. Antes no era así. Antes las mesas se preparaban con esmero, se cuidaban los detalles. Ojalá fuera fiesta todos los días para darnos cuenta de que «comer», «alimentarse», «nutrirse», «RECIBIR» es algo fundamental. Sin comer no se trabajar, pero tampoco se vive alegre, ni se disfruta de los amigos, ni se baila, ni se hace deporte, ni se estudia, ni se escucha, ni se tiene fuerza, ni se enfrentan retos, ni se tienen iniciativas… Comer es fundamental. Y la mesa, por lo tanto, es principal. Depende de qué haya a la mesa… así seremos.  

Una mesa. Hoy se prepara una mesa. En la mesa no sólo hay alimentos. Sino una vida entera. En el pan y el vino está Dios, Jesús se entrega. Deseando que nadie le quite la vida, antes de ser apresado, él quiere dejar su huella permanente en el mundo: mostrar de antemano que es tan libre como para desear darse por los demás, mostrar al mundo que ningún hombre es verdaderamente libre hasta que no vive el amor como servicio, mostrar al mundo que es falso que amar hasta el extremo sea imposible, mostrar al mundo que el amor no es verdadero amor hasta que no llega al extremo… Hasta el extremo de darse a sí mismo. Ése es el verdadero amor. El amor que ha pasado por el sufrimiento y permanece. El amor que reconoce a los demás como verdaderos hermanos, como mi familia, como personas. El amor que une amigos y enemigos, el amor que vence miedos, el amor que sacia de corazón y nos deja tranquilos, el amor valiente.

¿Una casa y un hogar?


Sueño con un hogar, como todos. Hoy es difícil tener casa, pero un hogar es diferente. Cuando hablo con jóvenes sobre lo que es «su casa» todos sueñan con un hogar. Andan pendientes de lo que cuesta, de lo que necesitan, de las cosas que hay que tener para poder llenarlo. Pero realmente quieren y buscan un hogar.

Descubrir qué se requiere para formar un hogar es otra cuestión, requiere más paciencia e intensidad, requiere estar más atento al corazón que a las cosas, más pendiente de cuidar los momentos que del reloj que marca las horas, de las personas que de los propios caprichos. Por eso es más complicado aún. No depende además de algo así como una hipoteca que se va pagando poco a poco, y al final se consigue. No depende de los propios méritos, sino que es acción del amor, del diálogo de amor que hay entre los miembros de ese hogar. No se forma con lazos de sangre, sino a través de la intimidad, del conocimiento de unos y otros, de la presencia de unos en la vida de los demás como personas significativas, que aportan confianza, amor, esperanza y fe.

Un hogar es lo que mostró el maestro a los discípulos en lo alto del monte. Es cuando uno siente que ese es el verdadero lugar que se puede formar, que más allá de eso no hay más. Quisiera estar por siempre en el hogar.

Pero encontrar un hogar supone ser capaces de descender. Hogar significa fuego, y por lo tanto enciende el corazón, ilumina. Y la luz no puede ocultarse debajo del celemín, ni se ha hecho para que se guarde en un cofre. La luz está para ser mostrada, para ser abierta, para ser dada a los demás y compartida. La casa es posesión propia, la casa sin embargo se comparte también con otros.

En una casa los miembros son de sangre, en el hogar sin embargo hablamos de más cosas.

Un saludo.

¿Quiénes me felicitan?


Depende de qué hablemos. Por mi cumpleaños me han felicitado aquellos que lo sabían y que me querían. No todos los que me querían me han felicitado, porque algunos no lo sabían. Y no todos los que lo sabían me han felicitado, porque no todos me quieren. Es natural. Lo doy por supuesto. Pero sé que me han felicitado personas que me quieren y que lo han sabido.

Hablo de felicitar de corazón. Hay palabras que sobran en esto.

Pero hay personas que me felicitan por mi vida. Esas son las que valoran mi vocación y me quieren. Conocen por tanto mi vocación y la valoran. No todos los que conocen mi vocación escolapia, de cura y de profesor, la valoran. Pero quienes la valoran, creo que también me quieren. En este caso va unido.

Mi misión, de sacerdote y de maestro, no siempre es aplaudida y querida. ¡Qué curioso! Sin embargo hoy quiero agradecer a quienes me felicitan por mi vocación y por mi misión, porque me empujan hacia delante. También a quienes valoran mi misión, y desde ese cariño y aprecio por lo que hago, me corrigen con cercanía y con confianza, sabiendo que puedo hacerlo mejor y que, de hecho, sé que tengo que hacerlo mejor y que estoy aprendiendo.

Hay dos personas que hoy quiero recordar. Me felicita habitualmente una persona por la que estoy haciendo sublimes esfuerzos personales e intelectuales. Sus padres también lo saben. Y también me felicita alguien a quien prácticamente dejo hacer lo que quiera, porque confío en su responsabilidad y madurez, en su criterio y su forma de trabajar. A esas dos personas, con sus familias respectivas, hoy las recuerdo.

No es cierto que todos los alumnos odien a los maestros. Es mentira. Y tampoco que todas las familias estén en contra de la escuela. También es mentira. Lo que sé es que, sólo en los casos extraordinarios, por negativos o positivos para todos, aparece la persona a quien podemos felicitar o agradecer.

En el resto de los casos, ¿la gente cree que estamos de brazos cruzados o que no hay nada que agradecer? Algún día me gustaría que, los que critican desde lejos, se incorporen a la vida que a mí Dios me ha regalado, confiando en mí. Cuando yo no era cura ni era maestro, era también fácil hablar y pocas veces hablé desmesuradamente.

Para que seamos personas más agradecidas, porque lo cotidiano también requiere vocación y esfuerzo… R.

¿Por qué dices eso, en qué te basas?


De vez en cuando, casi de forma periódica, como si se tratase de algo que hay que decir para avisar de algo… De vez en cuando me encuentro con alguien que me dice (sin que quiera decir nombres yo, esta vez al menos) que hay una persona, siempre es otra distinta,  que no quiere estar conmigo, que le parezco muy serio, que mejor con la compañía de otras personas…

Esto de forma sistemática. Palabra, no he hecho nada en contra de esta persona. Más bien lo contrario. Pero quedará en mi corazón. Algún día le diré, a la cara, que yo la he defendido frente a otras personas que, a sus espaldas, hablaban mal de ella, aunque a ellas las quiera más que a mí, no me importa; algún día le haré ver que, lo que por fuera parece bonito o feo, puede ser precisamente lo contrario y que sólo se descubrirá profundizando, lejos por tanto de primeras impresiones y de confiar sólo en lo que otros dicen. Pero esto será algún día. Hasta ese momento seré igualmente serio y recto y no permitiré que se hable mal de esta persona. De verdad. Ni lo quiero, ni me parece justo, ni llevará a nada. Aunque siga comprobando cómo «quiere» y «aprecia» más a quienes hablan mal de ella.

Me alegro de ser serio. Creo que no molesto a nadie y que soy bastante recto y sincero. Siempre quedan cosas por pulir, claro está. Pero las personas que me conocen, al menos eso me queda, sé que no son superficiales. Esas me conocen, porque han pasado por encima de la apariencia de seriedad.

Curiosamente me ocurre con dos tipos de personas de las que habla el Evangelio: los pequeños, los niños, esos me conocen y pasan por encima de la seriedad y de la apariencia para calar mi corazón; y de los que son como niños, los débiles y los sencillos. Ni los niños ni los que son como ellos son superficiales. Se hacen superficiales a golpe de martillo social y de falsos dioses. Pero no son superficiales, saben bien quiénes les quieren de corazón. Y de corazón deseo ser como niño.

Un saludo.

¿Tentaciones de verdad?


Supongo que nadie duda de que existen las tentaciones, por muy pocos años de vida que se tengan. Una tentación es algo así como una piedra en el camino que estorba el paso hacia lo fundamental, como un desvío mal cogido, como una señal en el camino mal puesta.

Sí, quizá sea eso. Una mala señal en el camino, que en algunos casos llega a normalizarse, pero que sigue siendo igualmente errónea, nos hace equivocarnos y despistarnos de lo fundamental. Sí, quizá sea esto. Todo lo que nos despista de lo fundamental, lo que evita que entremos en lo profundo, que tomemos la vida con la seriedad y la alegría que se merece vivir bien. Sí, quizá sea eso. Quizá sea vivir bien, pero equivocadamente bien. Sí, quizá sea eso. La tentación es algo así como una mentira sobre la vida buena, una señal mal puesta en el camino, una falsedad aceptada como verdad y una maldad aceptada como bien. La tención, quizá sea eso, y quizá también venga en los momentos fundamentales e importantes de la vida.

Creo que no existen tentaciones para las cosas pequeñas. O mejor dicho, quizá todo eso pequeño y que consideramos insignificante sea más grande de lo que nos parece a primera vista, y por eso hemos caído ya en la tentación de no darle importancia. Quizá una discusión sin sentido en el seno de una familia, tomada a broma, suponga haber caído en la tentación. Quizá una mala respuesta y un tono fuera de sí, sea haber caído en la tentación de lo superficial. Quizá una acción de descanso y reposo, en lugar de seguir esforzándose por la propia vida y por la ajena sirviendo y gastando el tiempo en ayudar a otros…. quizá suponga que ya hemos caído en la tentación.

La tentación no se viste de feo, ni de espantoso, ni de malo malísimo como en las películas. Lo peor es que propone algo que, a simple vista, es algo genial. Por lo tanto, el peor amigo (quiero decir el mejor, pero no creo que sea buen amigo) de la tentación es la superficialidad de la mirada y la falta de formación del corazón para resistirla. En definitiva, la falta de discernimiento.

Quien sólo conoce tentaciones … de las claras, de las visibles… es que no se ha dado cuenta de que la vida del hombre y de la mujer hoy, de los jóvenes y de las familias, es un terreno minado para quienes quieren ir en dirección al amor, a la verdad, al bien y, por qué no decirlo, a la santidad como esa llamada que Dios hace a todo hombre para que sea feliz.

Quizá hoy nos debamos detener un poco y gastar tiempo en las tentaciones que nos acechan, pero sobre todo, quizá hoy sea un día especial para avanzar en la propia formación y en la mirada en profundidad.

¿Ya estamos todos?


Día 2 de febrero de 2008. Nosotros empezamos este camino el 20 de septiembre de 1998. Es decir, casi diez años hace que nos conocemos. Os hablo de mis hermanos escolapios, de unos hermanos con quienes comencé el noviciado el 20 de septiembre. Lo recuerdo perfectamente: recuerdo sus caras y la mía, recuerdo el primer saludo, la primera oración, el primer encuentro en una de las salas en las que comenzábamos a compartir por qué motivo estábamos allí, recuerdo también el primer momento en el que hablábamos de nuestra historia pasada y también recuerdo el balbuceo de nuestros sueños de futuro.

Diez años en los que, salvo uno, cada uno de nosotros ha vivido distintas cosas. Primero el noviciado, después el juniorato con sus estudios, luego las casas y colegios diferentes en los que hemos pasado momentos de todo tipo, y, cómo no, las escuelas, los niños y jóvenes, los profesores y las familias, las responsabilidades…

Ahora llegó el tiempo del ministerio presbiteral. ¡Vamos, qué nos han hecho curas a los tres! El primero al que se le regaló este don fue a mí, después a otros… y ya hemos concluído. Todos y cada uno de los que profesamos al terminar el noviciado, llenos de sueños y de esperanza, con una vida cargada de Dios pero también ingenua, hemos recibido este don.

Ahora… Ahora pensarán muchos que ya hemos terminado, que hemos alcanzado lo que queríamos. Pero se equivocan. Todos estos años han sido de aprendizaje de herramientas y de una vida que ahora tenemos que ejercitar. Es como si hubiéramos pasado diez años leyendo lo que ahora tenemos que vivir, más o menos; y digo más o menos porque siempre vendrán sorpresas, que de alguna manera conocemos y para las que estamos o deberíamos estar preparados.

Y así sucesivamente, con cada curso que empieza a caminar. Comenzamos a andar en la vida sin saber cuándo nos tocará pero deseando que llegue. Y ya llegó.

Con el último de nosotros se cierra el tiempo de la promesa y nos toca vivir del don recibido. Fue promesa para nosotros, hace diez años, que un día concreto seríamos ordenados presbíteros -curas- y ahora es realidad. ¿Nos podemos conformar con esto? Evidentemente, no. Ahora toca no vivir de sueños, sino hacer realidad; no vivir de esperanza, sino de la confianza en que esto es para siempre.

Un saludo y ánimo, no sólo para quienes son presbíteros o religiosos, sino para todos los que han vivido su vida como un sueño que Dios promete y anuncia hermosamente. Una última palabra, quizá la más importante: Jesucristo nos ha hecho suyos, pero todavía no del todo; rezo para que seamos, nosotros y cualquiera que lea esto, cada día y en lo cotidiano más fieles.

¿No te das cuenta todavía?


Eso le he dicho a una persona hoy. No estaba indignado ni preocupado. Lo que sí estaba es asombrado. La cuestión es que quiero ver una película con una persona, y yo ya tenía pensada incluso la fecha y el momento y el lugar. Lo tenía pensado sí. Me acerqué y le dije: «Quiero ver esta película contigo.» Me preguntó: «¿Qué película? Quizá la haya visto ya» Y fue cuando le respondí con la pregunta que encabeza: «¿No te das cuenta todavía?»

En el fondo y en la forma me es indiferente que haya visto la película, porque lo que deseo no es tanto ver la película como que podamos hacerlo juntos: sentarnos, preparar todo, hablar, comentar, discutir… reír o llorar según se tercie, porque realmente no sé de qué va. Lo que sé, lo único que sé, es que es una película para ver juntos, lo que quiero es eso.

Me pregunto hoy si a Dios no le sucederá esto también con nosotros. «Mira, hijo, que no es que quiera que hagas esto, sino que lo que deseo es que lo hagamos juntos.» Le podemos responder algo así como: «Pero a lo mejor ya lo he hecho, dime qué es.» Y Dios seguirá insistiendo: «Hijo, pero no juntos. Lo que quiero es que sea algo de los dos, tuyo y mío al mismo tiempo, con la misma fuerza, de manera original y única.»

De esto trata la vida vocacional, la vida con Dios. No es hacer, sino «vivir juntos».

¿Comerzar de nuevo?


Comenzar es empezar, dar inicio a algo, hacer que «algo» que no existe tenga vida. Eso es comenzar realmente. Si se le pone el apellido «de nuevo» como una expresión que anima el comenzar es una redundancia semántica, saca algo del contenido que el mismo verbo porta para ponerlo en evidencia.

Estos días escucho estas y otras expresiones semejantes. Llegamos de nuevo a la escuela, aquí estamos de nuevo, nos volvemos a encontrar una vez más, ahora toca empezar… y siempre con un apellido: «empezar lo que hemos dejado». Es decir, retomar, volver a coger, re-hacer nuestro por así decir.

Lo que hoy siento es que yo, de corazón, no dejé nada en vacaciones. Que hay algo intenso dentro de mí que no puedo abandonar ni posponer, ni postergar ni olvidar. Esto, tan mío, mi vocación, me acompaña dentro y fuera de la escuela. Tanto en una como otra no estoy libre de mis contradicciones y perezas y reservas ,pero sempre, gracias a Dios, está presente y permanece.

Lo que hoy hago, por tanto, más allá de lo que siento es en todo caso desempolvar, volver a mostrar, re-velar una vez más quién soy. No es un juego semejante a «coger una cartera» o «ponerse una ropa determinada», sino que siempre soy, de manera profunda y también palpable, aquello que yo llamo «mi vocación», aquello que es «mi vocación» y que me constituye como persona ante Dios y ante los hombres que me rodean.

Mi vocación no es de quita y pon. Cuando estudié en su momento a Parménides, filósofo griego apasionante, entendí que «lo que es, siempre es», y no puede dejar de ser lo que es. Si algo o alguien deja de ser «lo que es», realmente nunca lo fue, era mera quimera, se quedó en el reino de la apariencia y de la, por tanto, falsedad. Lo que aparece no es totalmente real, es sólo una imagen. Yo quiero la chicha, la carne, la realidad.

Parménides, con aquella expresión tan sencilla y tautológica (a mis alumnos les parece ridículo tener que aprenderla y razonarla, porque ciertamente es algo tan sencillo y evidente que pueden comprender los niños) me hace pensar en lo auténtico, que decimos hoy. Lo auténtico permanece, siempre está, ni muere ni se pudre, ni la corrupción o los roedores pueden alcanzarlo. Aquello que es puede o no «estar» presente ante nuestros ojos, pero es. Y me consuela.

Me consuela pensar así, me ofrece una seguridad en el don recibido y la vida recibida que va más allá de todos los esfuerzos que realizo a diario por salvar obstáculos y evitar caídas. Es una palabra definitiva ante mi vida, que me fue descubierta y revelada, de tal manera que hoy «está» ante mis ojos porque otro me la contó con enorme sabiduría de niño.

No puedo comenzar de nuevo. A lo que voy, retomando el inicio. Es falsa la expresión. La llamada, más abundante aún y más clave, sigue siendo «nacer de nuevo». No es retomar, es nacer. No es recuperar tampoco un rol, es nacer. Mi vocación es para nacer de nuevo, me da la oportunidad de nacer de nuevo, me brinca la ocasión magnífica para reconocer quién ES mi Padre y vuestro Padre. Por eso soy profesor, por eso soy maestro: para no olvidar y recordarme siempre esta siempre nueva y constante llamada.

¿Te estás escuchando?


Sí, he escrito bien. No te pregunto si me escuchas, te pregunto si te escuchas a ti mismo. Y me refiero a escucharte de dos maneras distintas: si escuchas lo que dices, que ya es importante de por sí; si escuchas lo que llevas dentro, esa voz, esos sentimientos, esa palabra interna que siendo sólo tuya no es tampoco tuya totalmente, esa voz que te habla de lo mejor de lo más excelso.

Si no te escuchas, tampoco podrás realmente escuchar a otros. Surgirán continuas interferencias.

Si no te escuchas, en lo profundo de ti mismo, tampoco surgirá una verdadera esperanza, una verdadera vocación; tampoco conocerás realmente a otros tal y como son.

Si te escuchas, si lo haces de corazón, todo el mundo cambiará. Aprenderás a confiar y a temer de verdad, sentirás la pasión de las búsquedas sinceras y atrevidas, las maravillas de los misterios que comúnmente nos rodean, la asombrosa fragilidad humana y su misterio más intenso, la radicalidad del amor y la fidelidad del enamoramiento, la tremenda llamada al bien, a la justicia, a la paz y lo que queda para alcanzarla, descubrirás, con esa capacidad de escucha, que Dios es interior y se ha encarnado, que comparte la vida del hombre con infinito amor, con totalidad poderosa y autoridad sin igual.

¿Guardas parte de tu tiempo?


El tiempo tiene una gran virtud, que educa al hombre: no le espera, es constante, es tan gratuito que no depende de circunstancias. Cuando la persona comprende esto, teme que el tiempo que hasta entonces creía dominar se convierta en una realidad indominable, inabarcable, inapropiada para la existencia humana en la cual la persona tiende a ser señora de todo cuanto pasa a su lado.

Al mismo tiempo que la persona reconoce esa verdad que le supera, que ser temporal significa siempre ser parte del tiempo y nunca señora de él, entonces comienza su propia reestructuración. El tiempo no puede ser vivido al margen de los propios criterios y opciones personales, fuera de grandes idealismos, lo cotidiano recobra su importancia.

Es entonces cuando se adquiere una mayor comprensión: el tiempo no se puede dominar, pero se pueden guardar sus frutos. ¿Guardas parte de tu tiempo, de ese tiempo que te constituye?

Para mí uno de esos principales momentos es el tiempo del amor y el tiempo de la oración. Son los dos grandes tiempos que procuro guardar. Guardar significa también ordenar, esclarecer y clarificar, recoger y atender, priorizar y desear.

¿Escuchar un libro?


No me refiero a las nuevas tecnologías, a los audiobooks o a programas informáticos que consiguen transformar la letra escrita en letra pronunciada, sino a palabras que hablan. De aquí a un tiempo, no mucho porque soy joven, he descubierto que el Evangelio es Palabra hablada, más que escrita. Creo además que consigue llegar al corazón de cada uno de forma inigualable, es decir, que ningún libro escrito con la pretensión de conmover consigue moverme-con alguien de esta manera, que ningún artículo redactado para concienciar llega tan profundamente a mi conciencia como esta Palabra.

Hoy compartía con un grupo cómo esa Palabra se convirtió para mí en algo más que un libro. Fue una experiencia sencilla. Era adolescente y andaba yo en unos derroteros que… (mejor no recordar). En una celebración un compañero de clase salió a leer donde se lee este libro, como siempre. Y tocaba la conversión de Pablo, ese gran hombre que «montado a caballo» fue desvelado. Y tal cual, según se leía, me caía yo de mi gran juventud. Aquel, de quien hablaban, también era yo. Y no es que se leyera, es que Alguien me lo contaba. Interiormente el susto fue «tremendo», porque me encontré conocido y querido por Dios, Dios se preocupaba por mí tanto o más que yo mismo. La experiencia es algo así como si un mudo comenzase a hablar, porque la Palabra la había oído muchas veces, pero en ninguna ocasión, hasta aquella, «me habló a mí».

Desde entonces, aventura tras aventura. De la misma manera que no fuerzo a mis amigos a que hablen (sólo lo hago de vez en cuando con mis alumnos, y no sobre ellos, sino sobre las materias correspondientes), tampoco a Dios le exijo. Pero me siento a orar esperando esa Palabra, dándole la oportunidad de que continuemos haciendo historia juntos.

Un documento sobre Oración con el Evangelio, que hoy hemos comentado en el grupo: se llama «Lectio Divina» y está en la actualización del día 18.XI.

http://www.alcala.escolapios.es/catequiastas

Un saludo nocturno. Voy a dormir, que mañana toca escuela.

¿Escolapio? ¿Para qué?


Esta pregunta ni la respondo por ahora. Quienes me conocen y se atreven a conocerme, lo comprenden de sobra. Para mí la vida se ha convertido en un tema personal de educación, y la educación en un tema de profundo diálogo con Dios. En mis clases intento tratar a los jóvenes tal y como voy descubriendo que Dios me trata a mí. Algunos se dan cuenta, otros no. Algunos me aprecian y otros me desprecian. Algunos la comparten, otros la huyen. Algunos escuchan atentos y otros pasan de puntillas. Pero es así. Esta es la maravilla de mi vocación, y no todos la reciben igual, aunque no puedan cambiarla.  Dios es mi maestro, Dios es el Maestro; deseo que Jesús sea quien dé clases a los jóvenes que me encuentro, quien les explique las cosas más elementales de la vida, quien luche por su futuro, dignidad, libertad y convivencia. Quisiera que Jesús fuera el maestro de todos los niños y niñas del mundo, el profesor de todos los jóvenes del planeta. Quisiera que fuera él y no yo, por eso soy escolapio. Cuando celebro la Eucaristía y mis labios y gestos acompañan la consagración, «Esto es mi Cuerpo» y «Esta es mi Sangre», que se entrega y derrama por vosotros… yo pienso en mis alumnos y las personas que me encuentro diariamente.