Creo que es la gran pregunta de mi blog, que se plantea una tras una de las veces que escribo. En mi caso, y sólo respondo por mí, porque me surgen muchas preguntas, dudas, interrogantes, cuestiones, vacilaciones, pensamientos, sentimientos, miradas, miras, horizontes, planteamientos, diálogos… ¡Qué sé yo! Por muchas cosas.
Y la verdad, no quiero dejar pasar la oportunidad de responderlas.
Tengo la suerte de ser profesor y consagrado (no puedo separar, ¡maldita copulativa!). En mis clases, llegado cierto punto del curso, les planteo a mis alumnos la diferencia entre las preguntas con sentido y las que no tienen sentido. Me explico. Toda pregunta de por sí puede dar sentido al momento, pero no a la persona. Preguntarme cuánto son dos más dos, es una pregunta que puede dar sentido al momento, evitando que me engañen en un intercambio, o ayudando a otras personas a aprender… Pero si mi pregunta es cuál es el secreto de la felicidad, esa pregunta no se refiere a un momento particular, sino a la persona, a su presente y futuro, a sus sentimientos, ideas y acciones, a su perspectiva y horizonte, a su trabajo y su vocación, a sus gastos y diversiones… a todo. Es una pregunta que, bien respondida, da sentido a todo.
Apostillo «bien respondida», porque creo que una mala respuesta puede eliminar de «raíz» el verdadero sentido de la realidad. Ya, ya. ¿Cuál es ese sentido de la realidad? No lo sé, pero tiene que existir, y de ser así no puede valer todo por igual, ni depender de momentos, sino ser más profundo, más enraizado, más penetrante, más incisivo, más radical, más total… Para mí y para los demás, decía Kant. Para mí en todo momento, hasta que se demuestre en el diálogo que estoy equivocado, decía Sócrates. Para todos en la medida en que el Padre los ama, nos dijo y dice Jesucristo.
Esa es la diferencia. La calidad de la pregunta, su fuerza. De alguna manera, las preguntas son cruciales en mi vida. No son comeduras de cabeza, sino atenciones y llamadas.