Tres razones para retuitear


Me encanta compartir en la red. Lo reconozco. Creo que una maravilla incalculable que tiene nuestro mundo a diferencia de cualquier generación anterior de la historia de la humanidad. Nuestra capacidad para hacer llegar información de un sitio a otro, en cuestión de segundos, de ofrecer una frase interesante, un artículo valioso, una idea que a alguien le pueda ser útil, un texto que pueda despertar un sentimiento, emoción o poner luz en una persona a quien, muchas veces, ni siquiera conozco cara a cara… y más… me parece sorprendente. Y esa capacidad de compartir se simplifica a través del botón «compartir» y un RT sencillo. (Por cierto, que tienen todo el derecho del mundo, para quienes no sepan RT es «retuitear» o «hacer llegar a los seguidores que tengas en Twitter un tweet de otra persona a la que a su vez tú sigues»).

Mis tres razones principales por las que hago RT son las siguientes:

  1. Porque hay personas estupendas que encuentran cosas estupendas que tienen que llegar a otras personas estupendas. De esta manera, a través del RT se prolonga la vida del tweet en el espacio virtual (llega a más gente y se extiende en la red) y en el tiempo (dado que permanecerá en más TL, sucesivamente, dando la oportunidad a otros a que también retuiteen a su vez si les ha parecido interesante). Creo que el mundo está lleno de maravillas que deberían conocerse y publicitarse más, por encima incluso de tantas desgracias e insatisfacciones que se muestran en los medios. En las manos de los usuarios más sencillos está el «darle un giro» a la capacidad de información y comunicación y ofrecer alternativas reales, proyectos concretos, experiencias y vidas hermosas que no saldrán en los medios de masas porque no interesa al «status quo» o porque no será rentable económicamente o no potenciará la cultura habitual de la superficilidad y el consumo en el que vivimos.
  2. Porque es un modo de que personas estupendas tengan referencia en la red de otras personas estupendas que no conocerían si no es a través de un RT, de modo que se abre la posibilidad de que se conozcan. Dicho de otro modo, quizá más potente incluso, hay gente que debería conocerse entre sí. Darle al RT es ofrecer ese canal, y quién sabe dónde nos llevará semejante capacidad para las relaciones como estamos despertando. Inquietudes similares, ideas que van convergiendo aunque surgieran en principio en soledad y en paralelo. Y vidas que se van entrecruzando. Siempre se corre el riesgo de lo que pasará, de lo que puede suceder. Pero abrimos puertas. Del RT nunca elimino la referencia personal precisamente por esto. Es más, hay personas de las que casi ni miro el contenido porque me parece interesante de por sí difundir la tarea y la vida de él o ella en concreto, por encima incluso de sus contenidos.
  3. Quizá en último lugar, el hacer «propio» el tweet de otros. Es muy simbólico, evidentemente no se reduce a coger o apropiarse. Es reconocer que algo ha sido especialmente valioso en un día concreto, que me interesaría que todos supiesen que he leído esto o aquello, que podamos dialogarlo, debatirlo y realizarlo cada uno allí donde esté. Y también, cómo no, quedármelo durante un tiempo para poder volver sobre el mensaje; o bien quedármelo en la memoria porque no he podido dedicarle el tiempo suficiente. Me parece una manera excelente de hacer «vida» sin que todo sea «mío», porque lo cierto es que mucho de lo que vivo -fuera de la red- no puedo considerarlo en exclusividad, sino en referencia a otros, en atención y relación a circunstancias…

Todo esto no tendría sentido para mí sin una imagen positiva del mundo en el que vivo. Más que positiva, esperanzada. Empiezo a confiar en la capacidad transformadora -ya ha empezado el baile- de las redes sociales para dar un giro a más de una cosilla del mundo en el que vivimos.

¿Dios guía todas las cosas?


“En cuanto a nuestro asunto hemos de creer que Dios guía todas las cosas para mayor gloria suya y bien nuestro, si bien nosotros, como débiles y cortos en sus cosas, algunas veces tenemos por adverso aquello que nos es útil y por conveniente aquello que nos es contrario, pero dejemos guiar la barca a su Divina Majestad y aceptemos de su santísima mano todo lo que nos suceda.”

EP 1673, 30 de agosto de 1631 Sigue leyendo

¿Palabras grandes o pequeñas?


Las palabras pequeñas, de uso común, tienen la gran ventaja de la sencillez y la cercanía. Con comunican con facilidad y nos ayudan, sin duda, a no complicarnos demasiado la vida. Interpretan acertadamente la realidad desdibujando unas complicaciones que nos harían naufragar en mil océanos abismales. Las palabras sencillas también nos acercan a personas sencillas, y esta proximidad nos enriquece en una medida infinita. Sería un pedante terrible el que intente hablar de pendantería a un niño pequeño y se perdería la hermosura del «gugu-tata» el padre que aguarde a que su hijo pronuncie la actual palabra de moda «procrastinación». Sin darle más vueltas, es un estúpido el que no valore la grandeza de las palabras pequeñas.

Las palabras grandes tampoco son desdeñables. Desecharlas y alejarlas de nosotros equivaldría a renunciar al bagaje cultural de una humanidad en sabiduría creciente y que ha respondido a múltiples interrogantes, muchos de los cuales se ciernen inexorablemente sobre cualquier sujeto mínimamente avispado e invaden la existencia de numerosas personas por todo el mundo. Las palabras grandes traen consigo nuevos mundos, inciertos ciertamente para el que comienza, y son potentes antirreductores del misterio que comporta la humanidad, el bien y el mal, la justicia y la injusticia, el amor, la felicidad, la trascendencia, Dios… y tantos otros. Ninguna de las cuestiones anteriores pueden ser resultas en tratados de modo que valga para siempre a la humanidad; son caminos personales, abiertos precisamente por la singularidad y significatividad de la hondura de las mismas.

Propongo recuperar tres o cuatro palabras «gordas» para nuestra vida, de modo que no nos dejen caer en el abismo de la mediocridad, del «sabérselo todo» y de la comodidad de quienes se dejan llevar.

  1. La primera palabra es humanidad. Todos somos personas. Algunos no se comportan como tales, también es verdad, o no son fieles a lo que realmente son. Otros quizá lo desconozcan o nunca antes se lo hayan planteado. Pero no me refiero a eso, sino a incluir la palabra humanidad en nuestras relaciones ordinarias, en nuestro trabajo, en la importancia que tiene en las decisiones internacionales y nacionales y de barrio y del hogar. ¿Cuál es la medida de esa humanidad? ¿Qué lo hace cada día un poco más humano, y alejado por tanto de otro tipo de intereses diferentes al desarrollo de la grandeza de la persona?
  2. La segunda es vocación. No sólo en sentido profesional. En sentido vital. ¿Qué le ocurre a las personas para que piensen, desde jóvenes e incluso niños, que ellos tienen un lugar especial en el mundo, una misión que arrancar y que depende casi exclusivamente de ellos? La vocación tiene un carácter también comunitario, de relación, de búsqueda de un espacio compartido con otros y sentido también por otros. E igualmente, dota de una exigencia y responsabilidad a la mirada que podemos hacer sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia. Renunciar a esta palabra, complacernos con hacer cualquier cosa y de cualquier modo, sabemos (se vive y se experimenta) que provoca una insatisfacción radical, honda y permanente en toda persona. Claudicar a la reserva de esta palabra para el ámbito de los curas y de las monjas, sin preguntarse sinceramente sobre la propia vocación, es como cerrar la puerta de algo íntimo y tirar la llave a un pozo sin fondo.
  3. La tercera es Dios. Palabra grande donde las haya, que nada más pronunciarla importa una imagen, unas ideas y una historia de relación previa. Algunas veces positiva, otras negativas. Ante esta palabra planteo la cuestión: ¿Y si Dios es más grande de lo que imagino? ¿Y si Dios está lejos de ser una idea o un concepto e incluso una palabra para ser una realidad viva? ¿Y si Dios está a mi lado, me conoce y me ama?
Las grandes palabras, a diferencia de las pequeñas, no dejan indiferente. El signo pequeño del amor de un niño o el lamento de una persona en soledad pueden pasar desapercibidos. Una gran palabra nunca. Ojalá recuperemos las grandes palabras para nuestra vida cotidiana, para donar de sentido a todo cuanto hacemos y continuar interrogándonos. Ojalá recuperemos la sinceridad con las palabras que utilizamos y trasluzcan nuestra realidad más íntima y la situación actual del mundo.
Roma, 29 de julio de 2011.

¿Estás «en casa»?


La verdad es que la pregunta es habitual. Hoy podemos hablar con alguien y chatear, y actualizar el blog y seguir las redes sociales, casi sin estar en ningún sitio. Hay barreras que se van superando a marchas forzadas en el tiempo y en el espacio, aunque ojalá que se pusieran esfuerzos similares en derribar otros muros más preocupantes como la violencia, la desigualdad y la injusticia, por no hablar de la mentira y la falta de caridad. Sólo apunto que ojalá, sin desestimar que realmente es posible y que está en “nuestra” mano.

Hoy podemos estar en cualquier lugar. En el último mes he estado en durmiendo en cuatro regiones diferentes de España por diferentes asuntos, y ahora escribo desde Roma. ¡Es espectacular! Pero, entre tanto cambio y vaivén, hoy me han preguntado, al hilo de sentirme parte y pertenecer a la Orden de las Escuelas Pías y a la Iglesia -cada uno tiene sus pertenencias y se siente parte de algo-, que si me encuentro en casa. De ahí que os la haga también yo a vosotros, y os invite a responder con la sinceridad más absoluta, consciente de que nos jugamos la vida en ello y que, más allá de justificaciones y de evitar enfrentarnos a la cuestión en sí, la respuesta es tan absolutamente personal que nadie podrá responderla por nosotros.

Por otro lado, no es una cuestión simplemente de “sentimiento”. Más bien se trata de un saber personal. Sabemos si estamos “en casa” o no. En el espacio sabemos en qué lugar estamos por signos, y podemos depurar apariencias y engaños. Aunque me presenten una representación del Partenón, si no he hecho un viaje a Atenas, sé perfectamente que no estoy ante él. Podré tener una sensación, pero no estoy ante el verdadero Partenón, no estoy ante esa maravilla ejecutada por el ingenio humano hace más de 2300 años. No estoy, y punto. Y de igual manera considero que en la realidad hay también signos que nos invitan a comprender dónde y cómo estoy, qué es eso de estar “en casa”, como si hubiésemos encontrado ese espacio y realidad en la que jugarnos la vida al máximo y con autenticidad. (Yo he hecho mi trabajo, y os insisto en que sería importante que cada uno dedicase su tiempo; partimos, eso sí, de una “sensación” previa que nos hace detectar la respuesta casi al minuto.)

De todos modos, para ser realistas y no caer en falsas ilusiones, os aporto también una Palabra del Evangelio que a mí, en ese minuto que antecede a la respuesta a la pregunta, me ha surgido interiormente. “En la casa de mi Padre, hay muchas estancias.” Es decir, que ser buscadores y continuar discerniendo a qué lugar concreto Dios me llama se puede realizar (casi se debe incluso) dentro de la casa del Padre. Antes de determinarse por un aspecto concreto, viene ese saberse del lado de Dios, del lado del Reino… porque quien busca esto recibe el resto por añadidura.

Roma, 25 de julio de 2011.

¿Revisas en qué crees? Lecciones de Oslo.


Todos creemos. La diferencia muchas veces está en qué se cree. Como en el amor, al que nadie puede cerrar sus puertas pero puede sin embargo adherirse a lo más destructivo, aferrarse al propio individuo sin permitirle «salir» más allá de sí mismo. Creer es parte de nuestra humanidad más personal e íntima, una de las fuerzas del ser humano y de su conciencia.

Estoy conmocionado, no encuentro otra palabra, ante la brutalidad demostrada en Oslo por un joven de 32 años, que se ha llevado por delante la vida de cien personas, y ha dejado muchos heridos. Desde ayer, no se puede alejar de mi pensamiento ni de mi oración. Dolor, sufrimiento, violencia, matanza, catástrofe, asesinato… Durante el siglo XX el mundo ha contemplado con horror las huellas escondidas por la guerra y la barbarie en su avance, sin por ello ser capaces de encontrar un camino cierto y una voluntad decidida para frenar al menos la posibilidad de que esto ocurra una y otra vez. Después de la SGM se volvió otra vez a retomar el discurso sobre la maldad intrínseca del ser humano, sobre su perversidad e inhumanidad, sobre la existencia que puede ser dirigida hacia casi cualquier manera de barbarie. Y esos interrogantes siguen estando presentes, sin despejarse definitivamente. En definitiva, el discurso se ve abocado a pensar que no son cosas «estructurales» las que pueden dar respuesta a la persona, porque sigue siendo una cuestión personal, que dejada a la indiferencia, siempre termina mostrando su rostro más amargo.

Mi más sincero pésame a las familias de las víctimas de Oslo. La tristeza que deben estar pasando ahora mismo debe ser infinita. La muerte del inocente es incomprensible, y el mayor exponente de la injusticia. No hay respuesta humana que pueda consolarlos, sólo la cercanía en el dolor. Y mi más sincero pésame a la humanidad, a toda la humanidad que muere con estos jóvenes.

Revisemos en qué creemos, y hagámoslo en profundidad. Sin duda, este hombre no creía en el Evangelio. No ha comprendido ni una sola de sus palabras. Ser cristiano está en las antípodas de este tipo de actos. Es más, está absolutamente enfrentado a cualquier forma de violencia, promueve siempre la paz contra el odio, el amor contra la división. Quien no ha acogido en sí mismo la Palabra que le llama a la paz, a la bienaventuranza, no puede hacerse portavoz de una fe que a todos nos supera. Cristo Jesús nos salva, entre otras cosas, de esta violencia desmesurada que puede hacerse fuerte en cualquier corazón humano.

Os invito a revisar vuestra fe, a no permitir que vuestras ideas se puedan convertir, bajo ningún concepto, en una justificación para lo que está diametralmente opuesto a la voluntad salvadora del Padre.

¿Cambian la sociedad muy rápido?


Estoy pasando unos días con mis padres en un minúsculo pueblecito de León donde nació mi madre, a unos seis kilómetros del aun más pequeño pueblo donde nació y se crió mi padre.

Hablando ayer con ellos nada más llegar, les comenté que la hija pequeña de unos muy-amigos está en Canadá y que la mayor ha estado tres días en Europa en una conferencia. Mi madre me dijo, primero, que aprovechasen para disfrutar y formarse bien. Y después nos pusimos a hablar de lo que ellos hacían en vacaciones: venir al pueblo y trabajar el campo para ayudar a los padres; porque durante el año estaban estudiando fuera. A decir verdad, sólo mi madre, porque mi padre no fue a la universidad; era el mayor de una sencilla familia de campo.

¿Cambian las cosas? A la fuerza esto ha creado una sociedad diferente a la suya, aunque todo sea gracias a su esfuerzo y disciplina.

Gracias a toda esa gente que, como mis padres, puso los fundamentos de una sociedad moderna a base de mucho sacrificio y ahorro buscando lo mejor para sus hijos.

Espero que se lo agradezcamos y aprendamos de ellos a salir de la crisis que nos domina.

¿Qué estarías dispuesto a arriesgar…


… por tu felicidad?

¿Dinero? ¿Internet? ¿Estudios? ¿Reflexión? ¿Oración? ¿Esfuerzo? ¿Tiempo? ¿Amigos? ¿Relaciones? ¿Ocio? ¿Tiempo libre? ¿Sueños? ¿Esperanzas? ¿Capacidades? ¿Criterios? ¿Juicio personal? ¿Propios pensamientos? ¿Ideas preconcebidas? ¿Ilusiones? ¿Entusiasmos? ¿Recuerdos? ¿Deseos? ¿Vida? ¿Sentimientos? ¿Emociones? ¿Suspiros? ¿Futuro? ¿Aspiraciones? ¿Tu lugar en el mundo? ¿Tu familia? ¿Tu gente? ¿Pasado? ¿Presente? ¿Voluntad?

Me parece que todos hacemos «intercambios» con la vida para alcanzar algo que nos promete, que buscamos, que deseamos. Para los cristianos es muy fácil hablar de Dios, porque nosotros lo descubrimos como hombre, y todo lo que es humano es hablar continuamente de Dios. Lo que no es tan fácil para algunos hombre es hablar de lo más humano que llevan dentro, de ese ser hombre o mujer que está por dentro reclamando su espacio.

La felicidad es también una forma de hablar de Dios. Y Él nos la dio para que no tuviésemos que entregar NADA A CAMBIO y perdernos poco a poco por conseguirla.

Atrévete a hacer esta experiencia. «Ven y verás.» Busca alguien que te acompañe, que te lo haga más fácil, que ya lo haya vivido, que no haya perdido por encontrar a Dios, que haya ganado la Vida, la Felicidad en su presencia y en su camino.

¿Se puede perder la esperanza?


Reza un refrán español que «la esperanza es lo último que se pierde». Luego podemos concluir que sí, que ciertamente se puede perder. Pero parece que es difícil, que hay que dejarlo para lo último, que es un sostén casi infinito que muestra sus gruesas ataduras cuando todo parece estar perdido. Pero sí, en cualquier caso, puede perderse. Y confiarse en lo contrario es adormilarse, adormecerse, acomodarse. Al menos en la esperanza que yo creo, según la entiendo. La ingenuidad, tonta y boba, es otra actitud diferente.

La esperanza es una virtud. Y, curiosamente, el hombre por sí mismo no puede generarla ni es su dueño. Lo máximo a lo que llegamos es al optimismo ante la vida, como visión o como planteamiento. Pero no a la esperanza que recibe una promesa, no a la esperanza que fortalece y hace del corazón humano valiente, aguerrido y entregado.

Leyendo (re-leyendo, pero como si fuera la primera vez) Spe Salvi estos días me han sorprendido numerosas cosas. Sinceramente, quizá porque yo estuviese más abierto, pero parecía que caía en mis manos por primera vez. ¡Qué sorpresa! Lo primero es algo que aparece en el final segundo párrafo: «Quien tiene esperanza vive de otra manera; ha recibido una vida nueva.» Casi nada. Lo segundo y último para este post -porque hay más- es toda la parte que refiere las escuelas de aprendizaje de la esperanza. Por orden, para no liarme: la oración, que transforma el interior del hombre asemejándolo cada vez más al de Jesucristo; la acción y el sufrimiento, lo concreto y no las ideas vanas y vacías, sino lo cotidiano y la experiencia global de lo humano, sin evitar el sufrimiento; y la justicia de Dios, entendida en como el Juicio, que nos ayuda a ordenar nuestra vida y a confiar en que, pese a todo lo que vivamos y veamos, Dios tiene la última y definitiva palabra, y su palabra es de verdad y amor.

¿Quién se anima a…?


Según el contexto puede ser (1) una iniciativa, plan, proyecto (2) o una tarea, responsabilidad, algo que hacer que otros no quieren. Pero me gusta esta pregunta. Es un reto y pide una respuesta clara. En cierto modo y de alguna manera es una vocación, y por tanto pide discernimiento, reflexión. Me encanta esta pregunta.

Creo que Dios habla así a los hombres. ¿Te animas a preguntarte cuál es la propuesta que tiene Dios para ti?

¿Por qué reducimos…


… la vida, a los días; los días, a horas; las horas, a minutos; los minutos, a segundos? ¿Por qué reducimos el mundo, a mi mundo, y mi mundo a mis intereses? ¿Por qué reducimos la humanidad, a lo que es para mí ser «ser humano», y lo que es «ser ser humano» a vivir bien, a desarrollo, a comododidad, a bienestar, a confianza en sí mismo? ¿Por qué reducimos la plenitud a satisfacción, la satisfacción a sentirse bien, al éxito, al aplauso? ¿Por qué reducimos?

Salía en una conversación que mantengo en otro foro.

Mi respuesta es sencilla:

Porque llamados a algo más grande, a vivir con Dios, a vivir la VIDA de Dios tendemos a hacer y construir las cosas y el mundo a nuestra medida. Creo que la respuesta es sencilla, una buena noticia para quien sepa y quiera ver, para quien quite el velo de su cabeza, para quien supere mediocridades, para quien sueña y para quien está despierto, para quien sufre y para quien corre. Una buena noticia para todos. Pero con semilla de Reino, con su exigencia y su valor. En nuestra vida está escrita la Palabra, en la historia, la salvación, que es la grandeza de Dios, el don sin límites y la vida que no termina. Es Dios que se da a sí mismo y se comparte. Por eso no le vemos, porque vemos personas o cosas, y su grandeza lo inunda todo y lo supera a su vez todo. Nuestro rostro, lo más íntimo de nosotros, la humanidad con mayúsculas es la del Hijo, y el Hijo es Dios. Y Dios es inconmensurable. Las palabras nos faltan, le hacemos entonces pequeño. Pero la huella, su huella está y permanece. Vivifica y eleva. Ansía y provoca. Vamos más allá. Sabemos que estamos entre «cosas pequeñas» y que el presente pasará. Pero continuamos la carrera, la búsqueda, la meta y el horizonte. Construimos proyectos, soñamos lo irrealizable. Y nos parece bueno, mejor que cualquier cosa. Anclados a lo posible por la realidad, algo se escapa a ella, y ese algo lo reconocemos como lo mejor, lo más grande, lo más poderoso, la felicidad, la verdad, lo más bello. Tenemos rostro de Hijo, rostro herido por el egoísmo y la inconstancia, que convierte todo a nuestra medida. Lo primero que vemos es la herida, nuestra cicatriz, y saltar por encima de ella omitiendo sus males y la posibilidad de volver a herirla nos hace plantearnos que mejor mantener los límites, seguir cerrado. Y reducimos. Entonces, reducimos.

¿Quién nos dejará ver las cosas tal y como son, sin nuestras palabras, prejuicios y criterios? ¿Quién nos asomará al misterio y quién se asomará al misterio y dirá su nombre? Dos mundos existen: el mío y el mundo. Dos actitudes: apertura o cerrazón. Dos conformidades: pasiva o activa.

Y así, tantas veces cuanto sea necesario. Y en cada reducción, un grito y una disconformidad. Esto es algo, pero nunca todo. Y «todo» es todo, y Todo me espera, me llama.

¿Qué queda después de…?


¿Qué ha quedado después de vivir la Navidad, atravesar sus calles, convivir con amigos y familia? ¿Qué ha quedado que nos fortalezca para afrontar el día a día, para seguir a Jesucristo con más fuerza, para dejarnos amar por Él? ¿Qué ha quedado?

Supongo que muchos se harán esta pregunta. Han ido pasando los días que tanto esperábamos, uno detrás de otro. ¿Qué ha quedado?

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¿Hasta dónde podemos llegar?


Cada uno tiene sus límites y es necesario crecer en su conocimiento. Por una razón muy sencilla; porque de lo contrario, el miedo y la imagen que tiene de sí mismo, puede estar severamente condicionada. Es decir, conocer bien los límites significa no adelantar las fronteras que tenemos, no cerrar nuestras posibilidades, no quedarnos a medio camino, experimentar plenamente nuestra realidad, en todas sus dimensiones.

Imaginad que alguno empieza a pensar que le falta una mano o que tiene una pierna rota, sin que esto sea de verdad. Pero de tanto pensarlo, termina siendo alguien que no es, que no quiere coger un pincel para pintar, un lápiz para escribir, o deja de dar caricias a los demás, de chocar la mano, de prestar apoyo; o que, porque cree que no puede caminar como los demás, se encierra en su cuarto, permanece en él moviéndose sólo de la cama a la silla del comedor o de la cocina… ¿Qué ocurriría?

Esta comparación es algo «bruta». Pero algunas veces, no conocer los propios límites supone algo similar, nos deja a medias en la vida, nos impide y tenemos que recurrir a la heroicidad o a la valentía para llevar adelante nuestros propios dones, algo que estaba desde el inicio en nosotros pero que no sabíamos que estaba, porque lo habíamos ocultado tras palabras como «yo no puedo», «yo no sé», «no podré hacerlo», «soy incapaz», «para esto no valgo», «esto no es lo mío»… o peores incluso, como, «no me va», «no me atrae», «no siento que me llene»… Ponemos límites.

De verdad, ¿cuál es tu límite?

De alguna manera, no pensar esto bien, nos supone no sólo miedo sino también esfuerzo. Creernos lo que realmente somos, reconocermos el don que Dios ha puesto en nuestro camino, escuchar nuestra vocación…. ese es el camino. Empezamos siendo «valientes», pero Dios después nos dice: «No fue valentía, estaba ahí. No fue un esfuerzo, era que no te conocías.»

Calasanz decía que el conocimiento personal era el principio de la vida del Espíritu en nosotros. Buscar nuestra debilidad, conocer nuestro límite, reconocer, en parte, que también esto es semilla del pecado que no nos deja vivir plenamente desde la gracia.

Un saludo, amigos. ¡Conoced vuestros límites! ¿Dónde se ponen habitualmente y dónde están realmente?

¿Qué tienes que decir?


Si tuvieses que decir algo importante en 3 palabras… y no más… cuáles serían. Sólo tres palabras.

Yo soy yo. Tú quién eres. Qué haces aquí. Dime algo genial. Eres alguien estupendo. Dios te bendiga. Mueve el culo. Deja tus miedos. Sé libre siempre. Vive la vida. No te pierdas. Da lo mejor. Cuánto te quiero. Vivo por ti. Tengo sed profunda. Quiero vivir siempre. No me conformo…

¿Y las tuyas?

¿Qué es ser escolapio?


Te invitaría a pasar unos días conmigo para que pudieses comprobarlo. No ahora exactamente, porque el colegio no está abierto. Aunque he de reconocer que sería la mejor manera de conocernos. Si no es posible que pases unos días con mi comunidad, al menos un café para charlar tranquilamente.

La pregunta no es fácil. Se demuestra con la vida, por eso el anterior párrafo.

Ha sido el final de una conversación que he tenido por messenger. Es curioso esto de las nuevas tecnologías, porque se muestran grandes inquietudes personales y búsquedas sinceras.

En pocas palabras diría que ser escolapio es una forma de encontrar a Dios, no sólo de buscarlo, sino de estar con Él cerca, próximo, de dejarse guiar y vivir el Evangelio en plenitud. Ser escolapio es orar y trabajar, estar en el mundo, en el día a día de la gente y principalmente de los más pequeños. Ser escolapio es celebrar la Eucaristía como cura, pero también acercarse al sufrimiento de la gente en la confesión, en el acompañamiento personal. Ser escolapio es vivir en la escuela, siendo profe o maestro, estar cerca de los pequeños y de sus familias encontrando a Dios, que es el verdadero Maestro y Señor. Ser escolapio es un camino, que empieza pero no termina, como toda vocación cristiana sinceramente vivida, que exige por lo tanto reflexión personal y diálogo abierto con los hermanos que Dios ha dado. Ser escolapio es desear la libertad más grande posible para la persona, es querer discernir con otros qué es voluntad de Dios, es compartir trabajo continuamente y desear encontrarse con los hermanos para descansar y hablar de lo que somos y de lo que nos ocurre.

Ser escolapio es ser una persona de hoy, un cristiano que viva con radicalidad el Evangelio en la escuela y en el mundo.

Ser escolapio es disfrutar la vida, sin duda alguna; quizá no al modo común, pero sí con pleno gozo por la entrega personal y de la gente que nos rodea. Ser escolapio es también aprender a superar las crisis de forma digna, sin pasos en falso, y confiando en la verdad; aunque esto no nos hace muy especiales, lo compartimos con todos. Ser escolapio es pertenecer a algo más que una Institución, ONGs, porque nuestra Orden pretende ser una gran familia repartida por todo el mundo, y cuando se conocen las alegrías y los sufrimientos de otros escolapios allá donde estén, en el fondo también son nuestras.

Ser escolapio es estar consagrado a una misión preciosa, que es dejarse educar por Dios viviendo en comunidad y trabajando por los niños y jóvenes.

No sé qué más decir. Sinceramente, si tienes oportunidad, acércate a alguno de nosotros. Te dirá más o menos eso. Pero si le pides que te cuente por qué es feliz, por qué está entusiasmado, por qué parece no cansarse, por qué es tan sincero… descubrirás algo maravillos. Sinceramente. No te cortes.

Es un regalo que ni yo pensé jamás que podía ser tan grande y tan fabuloso.

Señor, ¿qué me sucede?


Quizá no sea el único que ha tenido esta experiencia. Me explico de forma corriente y moliente. El otro día estaba en una situación controvertida y poco usual para mí. La verdad es que lo estaba pasando genial, dialogando con la gente y hablando de cosas que ciertamente me interesan. No es que estuviera incómodo, porque gracias a Dios sé expresar aquello en lo que creo y me ofrezco fácilmente al diálogo. Pero en esta situación aparecieron unos niños jugando con unos cucuruchos, de la forma más sencilla. Y sinceramente me entraron ganas de jugar con ellos y volver a la sencillez de los pequeños. No es que quisiera huir y escapar, porque hablar de la Iglesia me resulta siempre interesante y creo que hay que poner un cierto orden en las ideas que circulan por nuestra sociedad… pero la sencillez de los pequeños… el juego… la alegría…

Algunos lo llaman Síndrome de Peter Pan. Soy adulto y quiero serlo, pero me gustaría no haber perdido cierta frescura y capacidad para disfrutar del momento. A la gente que quiero se lo digo: «Cuando crezcas y te hagas mayor, no abandones el niño que llevas dentro.»

Señor, ¿qué me sucede? ¿Por qué quiero ser como los niños? ¿Por qué acajo con tanta facilidad esa llamada: «Si no os hacéis como niños…»? ¿Por qué me cuesta tanto su sencillez? Es curioso, pero siento la contradicción: por un lado, sé que sigo siendo en muchas cosas «como un pequeño», pero en otras me he convertido en un feroz adulto. Gracias, Señor, por esta vocación: «Ser como los pequeños.» A lo tonto, a lo tonto… mi vida conjuga grandes seriedades pero también grandes «inocentadas». Gracias, Señor, por las veces que disfruto como los pequeños, aunque no sepa qué me sucede del todo. Es el camino de mi conversión, lo sé. Es el camino que me llevará hasta ti.

A un pequeño nadie se atreve a decirle ciertas cosas, ni a protestar. Se convierte en alguien admirado y gracioso, que trae nueva vida. ¡La Iglesia! ¡Por favor, seamos pequeños!

¿De qué vas?


Esta es una pregunta típica de un momento de cabreo. Ya hace unos días, en plena calle y a la luz del día, un chico le dio una bofetada a una chica después de que ella le diese otra. La verdad, no sé quién empezó primero, porque yo, como otros, simplemente caminábamos pensando en otras cosas. Pero nos sorprendió la cuestión tanto, con lo sensibilizados que estamos, que al instante nos acercamos para ver qué pasaba. Y una joven que pasaba por allí le dijo al «varonil joven»: «¿De qué vas?»

Es de esas preguntas que llamamos retórica, porque no esperamos respuesta. Si bien es cierto que sería interesante responder: «¿De qué vas cuando…?»

Vamos a intentarlo: «De qué vas cuando estás con tus amigos», «De qué vas cuando estás solo en tu habitación», «De qué vas cuando nadie te conoce», «De qué vas cuando estudias», «De qué vas en tu trabajo», «De qué vas con tu familia»…

No es que esté enfadado. Simplemente me pregunto. Esto de IR POR LA VIDA siendo de una manera concreta tiene su intríngulis. Esto de IR POR LA VIDA queriendo ser uno mismo, con autenticidad pero incapaces siempre de dar la cara, tiene su aquel. Esto de IR POR LA VIDA con una imagen concreta, rodeado de ciertos «prejuicios», de ciertas «espectativas»… es curioso cuanto menos. Yo soy de esos que vive, en cierto modo, con un papel claro ante las personas, y parece que cuando se acercan a mí saben cómo pienso y en qué pienso y en qué no pienso. La verdad es que todos nos llevamos sorpresas, porque cada uno es un mundo y, sin querer vivir «encerrados en nuestro propio mundo» lo vamos creando con nuestras decisiones y con nuestros «misterios personales». Cada uno, con su historia, es alguien más allá de la imagen. Pero es tan importante…

Y tú, DE QUÉ VAS POR LA VIDA. Jesús de Nazaret, llamado el Cristo, también FUE POR LA VIDA. Algunos decían que era un judío, otros que un profeta, otros que Elías, otros que… y de vez en cuando, alguien era capaz de enlazar con su misterio más íntimo y personal. Por eso, cuando Jesús se sentía conocido como Persona, daba gracias a Dios. «Eso no te lo ha podido contar nadie, sino mi Padre.»

¿Tú de qué vas? ¿Quién es capaz de contar tu misterio?