¿Por qué reducimos…


… la vida, a los días; los días, a horas; las horas, a minutos; los minutos, a segundos? ¿Por qué reducimos el mundo, a mi mundo, y mi mundo a mis intereses? ¿Por qué reducimos la humanidad, a lo que es para mí ser «ser humano», y lo que es «ser ser humano» a vivir bien, a desarrollo, a comododidad, a bienestar, a confianza en sí mismo? ¿Por qué reducimos la plenitud a satisfacción, la satisfacción a sentirse bien, al éxito, al aplauso? ¿Por qué reducimos?

Salía en una conversación que mantengo en otro foro.

Mi respuesta es sencilla:

Porque llamados a algo más grande, a vivir con Dios, a vivir la VIDA de Dios tendemos a hacer y construir las cosas y el mundo a nuestra medida. Creo que la respuesta es sencilla, una buena noticia para quien sepa y quiera ver, para quien quite el velo de su cabeza, para quien supere mediocridades, para quien sueña y para quien está despierto, para quien sufre y para quien corre. Una buena noticia para todos. Pero con semilla de Reino, con su exigencia y su valor. En nuestra vida está escrita la Palabra, en la historia, la salvación, que es la grandeza de Dios, el don sin límites y la vida que no termina. Es Dios que se da a sí mismo y se comparte. Por eso no le vemos, porque vemos personas o cosas, y su grandeza lo inunda todo y lo supera a su vez todo. Nuestro rostro, lo más íntimo de nosotros, la humanidad con mayúsculas es la del Hijo, y el Hijo es Dios. Y Dios es inconmensurable. Las palabras nos faltan, le hacemos entonces pequeño. Pero la huella, su huella está y permanece. Vivifica y eleva. Ansía y provoca. Vamos más allá. Sabemos que estamos entre «cosas pequeñas» y que el presente pasará. Pero continuamos la carrera, la búsqueda, la meta y el horizonte. Construimos proyectos, soñamos lo irrealizable. Y nos parece bueno, mejor que cualquier cosa. Anclados a lo posible por la realidad, algo se escapa a ella, y ese algo lo reconocemos como lo mejor, lo más grande, lo más poderoso, la felicidad, la verdad, lo más bello. Tenemos rostro de Hijo, rostro herido por el egoísmo y la inconstancia, que convierte todo a nuestra medida. Lo primero que vemos es la herida, nuestra cicatriz, y saltar por encima de ella omitiendo sus males y la posibilidad de volver a herirla nos hace plantearnos que mejor mantener los límites, seguir cerrado. Y reducimos. Entonces, reducimos.

¿Quién nos dejará ver las cosas tal y como son, sin nuestras palabras, prejuicios y criterios? ¿Quién nos asomará al misterio y quién se asomará al misterio y dirá su nombre? Dos mundos existen: el mío y el mundo. Dos actitudes: apertura o cerrazón. Dos conformidades: pasiva o activa.

Y así, tantas veces cuanto sea necesario. Y en cada reducción, un grito y una disconformidad. Esto es algo, pero nunca todo. Y «todo» es todo, y Todo me espera, me llama.