Lo extraño


Es tan fácil conformarse con los tres o cuatro principios básicos de la sociedad en la que vivimos que casi sin quererlo, habiendo tomado un rumbo por nuestros propios medios y quereres, la gente se extrañe de lo que decimos, de lo que pensamos, de lo que sentimos y de lo que hacemos. Casi sin remediarlo, te ves un día fuera del carril de lo habitual, no pocas veces irreflexivo.

Hoy, en clase con mis alumnos, hemos hablado en un momento de las normas sociales «no escritas» y que hay que cumplir a rajatabla. No estaba llamando ni mucho menos a la insurrección, sino a la reflexión cultural. ¡Cuántas cosas están impuestas! ¡Cuántas de ellas aceptadas sin rechistar y sin pensar! Y para más perjuicio, cuando hemos hecho revisión de las cosas que hacemos día a día creyendo que pensábamos, nos hemos percatado de que la mayor parte de nuestras costumbres y hábitos nos conducen sin darnos pie a responder ni a preguntarnos. Nos levantamos, cogemos lo que tengamos que coger y, después de desayunar, nos sentamos en una clase en la que hablan sin parar profesores, piden trabajos, ponen notas. Y todo para salir de allí por la tarde y continuar el mismo rumbo al estilo zombi. Paseamos por las calles sin pasear ni disfrutar. Y va cayendo poco a poco la vida en una especie de sinsentido que después pasará factura.

En todo este ritmo, ser extraño no es tan difícil. Querer despertarse e ir a clase, ya lo es. Querer estar en clase atendiendo y disfrutando de lo que puedo aprender, ya es extraño y sospechoso. Querer encontrarse con alguien para charlar, rompiendo la rutina de la tarde, o dedicar el tiempo gratuitamente a otros para que puedan ir mejor en sus estudios, también es extraño. Como es extraño estudiar con otras personas, colaborar con ellas, permanecer en un mismo espacio sin vigilancia externa y dedicarse a aprender conjuntamente. Sería igualmente duro transformar el colegio en un lugar donde por los pasillos los alumnos fueran interesados a ver qué tienen que decirles el profesor, o donde, y esto sería demasiado fuerte, los propios alumnos preguntasen a sus profesores qué tal están, cómo les va la vida, y se preocupasen por ellos, y no simplemente a la inversa.

Cuando llegó el momento de reflexionar sobre el trabajo, el día de mañana para los jóvenes de mis aulas, todos pensaban en que tenían que trabajar para ganar dinero. Porque esto parece indiscutible. Y ha sido entonces cuando me he dado cuenta de que se han borrado sus sueños de niñez y juventud. Con la crisis, también ellos comienzan a sentir preocupación porque no podrán tener lo que antes tenían sus padres, ni podrán disfrutar del mismo modo. Ahora ya saben que estarán hipotecados con su trabajo, y por ende con su vida, largos años. Y cuando pensamos que alguien pueda elegir su trabajo de mañana de forma diferente y con otros criterios, nos parece de nuevo extraño. Sería extraño que alguien se sintiese llamado a dar su vida, en lugar de intercambiarla por dinero; como también lo sería querer que el trabajo sirviera para algo, porque lo que preocupa ahora es saber cuánto vale lo que voy a hacer. ¿Dónde ha quedado el valor de lo gratuito?

Leo unas palabras, en un libro con el que comparto reflexión estos días sobre el trabajo, y me quedo asustado. Hemos vuelto a deshumanizar el trabajo convirtiéndolo en «lo tomas o lo dejas», en «producto y productividad», en «tener más en lugar de ser más». Y con todo, a medida que avanzo en la lectura del libro, en el que se intercalan igualmente palabras de aliento, otras formas de abordar la cuestión de la dignidad humana también en esto, y testimonios de personas que creyeron que podría ser realmente de otra manera, siento un inmenso agradecimiento porque mi trabajo cotidiano me apasiona, me entusiasma, daría la vida en él si fuera necesario. Soy afortunado porque ser profesor es de lo más hermoso del mundo, porque realmente tengo la oportunidad de ejercer en él y por él, no sólo la capacidad de pensamiento, reflexión y estudio, sino también de contacto, de cercanía, de cariño por otras personas a las que puedo ver crecer. En todo este mundo, donde otros profesores también pelean y luchan de otros modos, doy gracias por lo que vivo a diario y pienso que no quisiera que nadie me lo cambiara por nada del mundo. Supongo que cuando siento esto, y cuando soy capaz de decírmelo, estoy renovando mi vocación, mi servicio, mi misión en el mundo y sé que tengo y he encontrado en él un lugar que me es propio en lo más íntimo del ser.

Los cristianos debemos aportar, en la cuestión del trabajo, una extrañeza que sea propia de la condición de hijos que hemos recibido. Y socialmente dar nuevos cauces, pensando con otros, para que todos puedan encontrar sentido a lo que hacen. Somos, es verdad, extraños en un mundo de pocos principios y carriles definidos. Ojalá deje de ser así, por bien de muchos.

¿En tierra de nadie?


Es muy evocador: «En tierra de nadie.» Sugiere una cierta desprotección, una itinerancia, alguien puesto en mitad de la nada o donde hay muchos que están como él. Invita a la reflexión, a una cierta desposesión de las verdades que normalmente dominan nuestro mundo y hacen a ignorantes hablar como si fueran sabios y a sabios callar como si fueran ignorantes. Descartes, después de Sócrates y otros muchos, ya pasó por la necesaria prueba de esa desoladora duda que me hace reconocer que, sin extremismos estériles, mis dudas son mis dudas, mis miedos son mis miedos, y las respuestas de otros son una inutilidad en mis preguntas cuando las asumo irresponsablemente, que trazan esqueletos aparentemente firmes carentes de carne, de chicha y de vida. Sigue leyendo

Cuando crees que estabas solo…


… y resulta que no era así, que estabas acompañado y alguien por sorpresa te estaba esperando. Se produce un giro en el día que hace que todo vuelva a ser maravilloso. Te das cuenta de lo fácil que es engañarse, quedarse vacío, no reconocer la realidad. Antes asustado por tanto silencio, y ahora disfrutando de tanta palabra.

En las ciudades, la compañía es peligrosa. Van de la mano multitud y anonimato. Sabes que hay personas a tu lado pero ninguna llega a reconocerte, a saludarte, a preocuparse por ti. Ésa es la contradicción y la inhumanidad más frecuente a pesar del exceso de población y de las coincidencias frecuentes en los medios de transporte, en las calles, en las tiendas. Las personas no pueden ser «restos» dentro de la sociedad en general. No pueden ser «ése de ahí», «el que veo todos los días», «me sonaba de algo». Lo del nombre, y saberse encontrado es fundamental.  Sigue leyendo

¿Subjetividad versus objetividad?


Vivimos en un mundo profundamente subjetivo (favorece la visión desde los propios sentimientos, desde la propia realidad, todo en función de cómo soy y cómo me encuentro en determinadas circunstancias). Sin embargo, el sujeto se estrella contra la realidad cuando cree que puede hacer que todo sea «a su medida» y conforme a «su querer» y a «sus sentimientos».

La dimensión objetiva de la vida se viene expresando últimamente de muchas maneras: análisis de la realidad, estudio del contexto y del mercado, criterios de evaluación de la calidad… Y va cobrando una relevancia mayor de lo que quieren los anuncios de la televisión, creadores de necesidades, vendedores ambulantes, y todo aquello que nos coge por la calle desprevenido intentando prometernos la felicidad más absoluta y fácil. La objetividad es ese reclamo, también interno, que nos hace comprender que ni estamos solos en el mundo ni todo se va a someter a nuestra voluntad caprichosa. Es el lugar del encuentro con el otro, no desprovisto de su libertad ni de su realidad. Es el mundo con sus reglas de juego, en el que intento salir adelante, y no pocas veces desearía cambiar para que fuera más… por ejemplo, evangélico y justo. Pero no. La objetividad con su realidad impone que todo aquello en lo que estoy implicado es para mí externo, de lo que nunca podré hacerme una idea total y absoluta, y permanecerá de algún modo liberado para el misterio, suscitando interrogantes y esperando respuestas.

Cierto es que ni la objetividad (petrificante) ni la subjetividad (licuadora) pueden caminar por separado. La conciencia de sujeto en sentido extremo lleva a la destrucción del propio sujeto volcado exclusivamente sobre sí mismo, y el afán por conocerlo todo y explicarlo todo lo único que devuelve son una serie de datos que deben ser interpretados. Estamos llamados a vivir desde el encuentro personal (que integra ambas dimensiones sin olvidarse de ninguna, sin fracturas ni fracciones innecesarias, sin límites que bloqueen). Ese encuentro supone que me pregunto en verdad por mí mismo y también me pregunto en verdad por lo que ocurre «fuera de mí». En parte, el camino vocacional consiste en esta verdadera dinámica: objetivamente yo «estoy» en el mundo, y estoy llamado a aportar «mi diferencia», «mi realidad» en plenitud para que éste también «gire». No soy, ni puedo llegar a ser, un «observador imparcial»; tampoco puedo construirme la realidad a mi medida.

Anoto un peligro más para el subjetivismo y la introspección. Estos «caminos» lo que buscan es convertirme en «objeto» para mí mismo. Mirarme, sentirme, verme, descubrirme, criticarme, alabarme… Todo queda en palabras cuando no se convierten en acto. La realidad confronta muchas más veces mi propio ser que yo mismo; y si alguna vez me detengo a mirarme es porque, quizá, otros lo hayan hecho antes y algo haya «anotado» de su mirada que cuestiona en profundidad. El subjetivismo por sí mismo cansa, agota. Comienzo a pensar que muchos se «autoengañan» en sus descubrimientos cuando no son capaces de escuchar una palabra diferente del ambiente, cuando permanecen cerrados al clamor, a la necesidad, a la llamada que Dios les hace. La subjetividad y el «sentirme bien» paralizan y frustran una aventura mucho mayor que la de decidir todo por mí mismo y hacer lo que me dé la gana.

La vía más fácil para salir de la subjetividad descarada: el diálogo con el amigo verdadero y con el desconocido sincero, cuando ninguno de los dos hacen conmigo una «alianza» fácil en la que estén dispuestos a «tragarse y consumir» todo lo que tengo que decir; y también la oración, cuando ésta se hace desde la claridad absoluta de que Dios va por delante de mí y siempre ha estado conmigo porque Él sigue presente en el mundo.

De qué medios dispones


Llevo ya varias semanas sin disponer del ordenador personal que, de una marca u otra, hacía ya tiempo que me acompañaba. Se convirtió de este modo en una herramienta clave en todos lis sentidos. La escuela ya no se reconoce a sí misma sin la red, tampoco se comprende bien una tarea evangelizadora sin estos medios, o sin atender convenientemente las transformaciones de nuestro mundo provocadas por su surgimiento. Ni las relaciones personales, ni el estudio, ni el acceso a la información, ni el ocio…

Un medio, a mi entender fundamental. Pero para las cosas importantes de la vida me temo que ni el ordenador ni la red alcanzan la esencia. El medio principal es y seguirá siendo el trato personal, directo y próximo.

No menosprecio la red. Quienes me conocen lo saben bien. Lo que quiero decir es que la red sigue siendo un medio más.

Un saludo a Javi y Susana, con quienes ayer tuve el placer de compartir una cerveza fresca en el verano caluroso que nos visita, y una excelente conversación con una profunda comunión de inquietudes y de fe. A ellos les dedico esta reflexión, en un día que no ha sido nada fácil.