No en todo, evidentemente. Y un gran progreso en la historia de la humanidad ha sido la conquista de la autonomía, y en la historia de cada hombre superar sus dependencias. Pero hay cuestiones importantes en las que los demás son imprescindibles, no de cualquier modo, sino en el sentido más estricto de la palabra. Necesarios en tanto que sin ellos sería inviable, imposible e impensable lo que sucederá después.
Por ejemplo:
- Para nacer. Toda persona ha necesitado de otras previamente, que le den un lugar en el mundo. Y en los tiempos que corren, además ha necesitado ser querido o ser respetado como tal para poder nacer. Porque el momento personal en el que sucede esto es la más absoluta dependencia y debilidad. No hay forma de protegerse, y lo contemplamos ahora como una situación en la que para cualquier persona todo es gracia, todo es recibido, todo es gratuidad sin poder dar nada a cambio. Si nacer demanda con la más natural de las exigencias la presencia de la madre, igualmente la parternidad y la maternidad no se podrán vivir nunca sin el hijo. Quien diga que es padre, o madre, o hermano sin «otro» está en un absurdo tan grande que debería hacérselo mirar.
- Para descodificar la realidad cultural. En su más amplio sentido, ya que todos necesitamos del maestro que nos enseñe a leer, a escribir. Quizá con estos dos apartados, algo de lenguaje que recibamos de otros y un poco de empujón para empezar a pensar, podemos seguir por nosotros mismos. Pero en los inicios, todos necesitan de la explicación, paciencia y enseñanzas de otros. Sería imposible alcanzar la comprensión de un idioma por nosotros mismos, o mejor dicho, de nuestro primer idioma, de esa primera lengua llamada «materna» que más que estudiar hemos de «mamar».
- Construir comunidad. Porque el trabajo y la misión, la oración y la espiritualidad podemos llegar a entender que son vivibles de forma personal, si es que hay algún trabajo tan independiente de los otros y una oración tan aislada de los demás, pero la comunidad requiere siempre de los demás. Y si por comunidad entendemos no sólo la domiciliación de personas bajo un mismo techo con habitaciones cercanas o incluso contiguas, si comprendemos la comunidad en sentido más alto y más auténtico, no sólo necesito de los demás sino de su presencia, servicio y fraternidad activa. También la propia, evidentemente. Nada podríamos hacer en este campo sin la presencia de los otros. En la comunidad es el único sitio por consiguiente donde se puede decir «hermano» de modo renovado, a la manera como se exige en la vida cristiana adentrarse nuevamente en el Reino como «hombre nuevo».
- Para no sentirse solo, y para sentir la soledad. Básico y de puro razonamiento. Pero quien se siente solo es porque no tiene a nadie, luego para dejar de sentirse así, es requisito imprescindible «el otro». Y en su contrario, nadie podrá vivir nunca la soledad, el retiro y la ausencia sin alguien a quien dirigir esos anhelos, recuerdos y cercanías. Es curioso, pero la tristeza de la soledad que demanda a alguien está preñado previamente de la presencia de otras personas. De lo contrario, no sabríamos qué estamos deseando, ni qué buscamos, ni qué queremos alcanzar.
- Amar. Lógico, muy normal y muy sencillo, pero nadie ama en vacío. El otro día le preguntaba a los alumnos en clase que qué pensarían de alguien que dice que se ha enamorado y, al preguntarle el nombre de la otra persona, obtuvieran por respuesta algo así como: «No, tranquilo. Estoy enamorado pero no hay nadie especial en mi vida.» La lógica de mis alumnos, aplastante como tantas otras veces, fue que estaba loco, que había perdido el norte, que vivía en otro mundo, que eso era imposible. Y es que amar, y crecer en el amor por lo tanto, y realizarse en el amor por tanto, requiere de otros. Quien dice «amar» en general engloba igualmente todas las formas posibles de amor: la amistad, el noviazgo, el matrimonio, la fraternidad, la solidaridad, la justicia….
- Para dialogar son igualmente imprescindibles. Sea como sea. Porque aceptando incluso que se pueda dialogar con los clásicos griegos y romanos a través de sus palabras, y por muy pobre que pueda ser ese diálogo queriendo dialogar con ellos, es necesario que hayan existido. Hablamos con nosotros mismos, indiscutible. Pero si alguien que hable consigo mismo es capaz de entablar diálogo profundo e intenso, le recomiendo encarecidamente que se lo haga mirar. No podemos preguntarnos y vivirnos como si fuéramos dos personas, porque de hecho somos una sola. Otra cosa es reconocer en nuestro interior la presencia de Dios, la acción del Espíritu, el rostro de Cristo que me devuelve un modo de humanidad nueva.
- Ser llamado, ser conocido, ser amado. Y todos los pasivos innimaginables que puedan entrar en la lista de cuantas personas saben que tienen que recibir. Si grabásemos nuestro nombre en una grabadora y lo pusiésemos en «Play» para que dijera nuestro nombre, nadie se sentiría llamado. Basta con que alguien, conocido o no, diga nuestro nombre en la calle para que nos giremos y busquemos. ¡Eso sí es sentirse llamado!
- Vivir la dependencia. Y las dependencias no son todas horribles, detestables y perniciosas. Lo que pasa es que nos hemos dejado engañar. Las dependencias son tan hermosas como que muchas de ellas son concreciones de mi libertad y medidores de mi fidelidad, que me hacen fuerte y no una veleta en medio del mundo. Las dependencias atan, sostienen. Y no hablo de las drogas, ni de lo que daña al ser humano, ni de lo que cohíbe y coarta la humanidad. Porque lo que hay que distinguir, y aprender a hacerlo de una vez, son los tipos de dependencia: las que empeoran la vida humana y cristiana, y las que nos hacen mejores, que las hay sin duda.
- Ser presbítero, sacerdote, cura… como se quiera decir. Ocurre lo mismo. Nadie llega por sí mismo tras unos estudios, sino que es un don recibido en la Ordenación por medio del obispo. Pero antes de ser cura, ser creyente es exactamente igual. Porque la fe recibida de los padres llega un día que se despierta. Para unos ante una Palabra por la que se han visto traspasados y conocidos, para otros frente a una imagen ante la cual se miran como en espejo y reflejados, para otros en una conversación espiritual, en el amor que reciben en la confesión, para otros por una intuición que les genera trascendencia, interrogantes y la sensación de haber llegado, para otros en el servicio al hermano, aunque este hermano no sea ni el más pobre ni el más necesitado del mundo, para otros por algo que pasa y donde encuentran la mano de Dios y sus casualidades, o porque desean encontrarlo. Todos están de algún modo tan cerca de Dios que sorprende la delicadeza de la cercanía de Dios, que ni asusta, ni coacciona, ni imprime su estampa y firma para que todos puedan verlo diciéndose a sí mismo que Él es el más maravilloso y grande y poderoso. Ser creyente no es «creer algo», sino en Alguien; y por lo tanto, este paso sólo es posible con otra Persona, que hecha al lenguaje humano sin dejar su Misterio y Comunión más amplia, pueda hablar al hombre en su propio corazón, a su propia vida, y transformarle desde dentro en atención siempre a su libertad.
Yo dejo esto aquí, a la reflexión de todos. La presencia del otro en la vida de cualquier es radicalmente indispensable. Y en los tiempos de la autonomía exacerbada y exaltada interesadamente, añadiría igualmente que toda persona, por el hecho de ser persona se debe tan connaturalmente a los otros que dejaría de serlo en el mismo momento en el que rechaza su propia historia y decide vivir en el aislamiento, el egoísmo y la libertad sin límites que cree imprimir la modernidad en el sujeto libertado de los demás y de sus ataduras y dependencias.
Que no te engañen, que no te hagan vivir bajo el signo de la sospecha ni de la mediocridad. Que no te dominen aquellos que te han querido dejar solo y sin nadie para luego hacerte propuestas consumistas, en las que tengas que perderte por entero para satisfacerte unos segundos. El mundo que hemos dibujado, bajo el signo de las no-ataduras es también el mundo de los no-compromisos donde otros permanentemente tienen la culpa de todo, y el individuo se aleja de la responsabilidad, de la búsqueda del bien y de la pasión por la verdad. Y no es humano. Porque humano es, desde el nacimiento, la fragilidad, dejarse sostener, necesitar ser querido para poder querer, abrirse al diálogo para comprender, para buscar, para alcanzar lo que está más alto que nosotros.