¿En tierra de nadie?


Es muy evocador: «En tierra de nadie.» Sugiere una cierta desprotección, una itinerancia, alguien puesto en mitad de la nada o donde hay muchos que están como él. Invita a la reflexión, a una cierta desposesión de las verdades que normalmente dominan nuestro mundo y hacen a ignorantes hablar como si fueran sabios y a sabios callar como si fueran ignorantes. Descartes, después de Sócrates y otros muchos, ya pasó por la necesaria prueba de esa desoladora duda que me hace reconocer que, sin extremismos estériles, mis dudas son mis dudas, mis miedos son mis miedos, y las respuestas de otros son una inutilidad en mis preguntas cuando las asumo irresponsablemente, que trazan esqueletos aparentemente firmes carentes de carne, de chicha y de vida.

Para conocer el sentido del título de este post te recomiendo el libro «En tierra de nadie», de José Mª Rodríguez Olaizola, sj. Y de paso también «La alegría también de noche», del mismo autor. Son de Sal Terrae. El primero lo leí en una tarde, y lo he vuelto a releer en dos. Y el segundo lo leí y en dos, y ha desaparecido de mi biblioteca. Supongo que se lo he prestado a alguien a quien le habrá hecho mucho bien, y que seguro terminó su lectura.

El índice de «En tierra de nadie» es de por sí iluminador. Llegado el capítulo 4 se ofrecen unas pistas para todos aquellos que están en tierra de nadie y quieran creer; que son la mayoría, la inmesa mayoría por no decir todos y dejar margen a los imprevistos. Todos ellos poseen, en parte, esa región del mundo que está entre los que defienden su fe bajo seguridades y ritualismos porque siempre encuentran motivos para sentirse atacados, entre los que optan por la militancia que convierte las obras en fe (no ya la fe en obras) y pelean además con los primeros hasta la saciedad, y el anticlericalismo, el antiglesia, el antitodo de los que siguen viviendo de sus confianzas y de su trascendencia sin preguntase nada más, porque también ellos tienen la verdad Absoluta (con mayúsculas) que todo lo ilumina y todo lo puede. En ese capítulo 4 encontramos grandes joyas, que paso a describirte por si pueden ayudarte en esta tierra de nadie a reconocer a otros en tu misma situación. Digo de antemano que los apartados son los mismos del libro.

  1. Cultivar una espiritualidad de hoy. Un conocimiento y cercanía vital con el Misterio que reconocemos Encarnado y que se comunica en el Evangelio. Leer unidas sus historias, la del Evangelio y la del Mundo en el que vivo. Sin condenas, sin lejanías, con la certeza de la simpatía de Dios al crearlos tan próximos. Una espiritualidad más allá de los sincretismos, de las falsas coincidencias, enraizada en una mirada que no proviene sólo de mí, que nace de la fe, y en un amor que se regala cada día y del que hay múltiples signos en lo cotidiano.
  2. Poner en diálogo corazón y cabeza. Tan pronto vivimos de lo sentimental, como nos vemos devorados por lo irracional del sufrimiento y del dolor. Defendemos que pensamos, aspiramos a lo más científico, y nos vemos dominado por pasiones emocionales, por relaciones de todo tipo, por vaivenes inexplicables e inconfesables. El diálogo entre la razón, que me guía, y el corazón, que me sitúa, se hace necesario y es tan enriquecedor como unificante.
  3. Ser exigentes y comprensivos. Una tensión difícil, que todos andamos buscando. Exigentes con nosotros mismos primeramente, y comprensivos con los demás antes que nada. Un juego que nos ayudará a acercarnos lo suficiente como para comprender lo que está sucediendo realmente, y que no creará falsos culpables, ni falsas expectativas. Exigencia que no se abandona en la mediocridad y comprensión que no tolera, por amor, cualquier cosa.
  4. Valorar los límites. (Me encanta este apartado. Mi definición de libertad humana, tomada de von Balthasar, que habla de libertad finita y libertad infinita.) Valorar es dar valor, y es que los límites humanos tienen un valor incalculable y hay que desearlos incluso por sí mismos. Un límite elegido, buscado, querido y aceptado responde plenamente a la persona que desea encauzar su historia y va tomando decisiones que le construyen libremente.
  5. Contar con la ambigüedad. Huyendo de las simplificaciones infantiles y de los tópicos y etiquetas adultos. Porque la claridad no es posesión de nadie, ni muchas veces alcanzable. Se llega a la confianza después de un largo camino. La ambigüedad reconoce la complejidad del mundo, y sobre todo de las personas que habitan en él; no por la vía del desprecio y de la dificultad, sino haciéndose eco de su inmensa riqueza. No hay soluciones fáciles a problemas complejos, y destruir uno de los polos de la tensión es la vía más frecuentada, el camino más ancho, y no lleva ni a la salvación, ni al bien, ni a la humanidad.
  6. Aprender a conocer a la gente de Iglesia. Hablemos e invitemos. Tanto dentro de la iglesia a otros grupos, a otras personas, como fuera de ella. Reconozcamos y escuchemos desde el respeto, no desde el púlpito ni desde el último banco. Sentarse a conocer, hacer camino escuchando, reconocer la pluralidad que genera toda persona, con su historia, con sus opciones y con sus caminos, y acercarse a la unidad por la senda estrecha de la fraternidad, que obliga a sentirse juntos, a sentarse al lado.
  7. Buscar espacios de encuentro. Porque en tierra de nadie no hay posesiones, y entre todos se pueden hacer corros, se pueden construir mesas. (¡Qué gran aportación este verano! ¡La teología de la mesa! Gracias P. Jaime, por tu sabiduría construida durante más de 30 años en África.)
  8. Necesitamos formarnos. Y formase es leer, escribir, pensar, hacer el camino que otros han hecho y aprender humildemente. Porque no pocas veces la fe que tenemos se sostiene desde la familia y la primera escuela, en la preparación para la Comunión, y es insuficiente en los entornos que vivimos de adultos, en las circunstancias serias que nos toca afrontar. Formarse es clarificar y profundizar…, mucho más que informarse (o desinformarse) inteligentemente.
Todo esto y mucho más para quien se anime a la lectura de este libro. Seas del «palo» que seas, de la «rama» que te consideres o en la que otros te hayan «adscrito». Estoy convencido que quien empieza a tener preguntas importantes es porque está siendo llamado a algo grande. Quien no teme aventurarse en ellas es porque desea ardientemente responder con la verdad. Y de igual manera, aunque a la inversa, quienes han desconfiado de las preguntas que surgían interiormente, tiene de nuevo una oportunidad siempre abierta para reconocer que nunca han desaparecido esas cuestiones hondas, que nos sitúan en tierra de nadie, y nos convocan junto a otros a encontrar la propia vocación. Así, y no de otro modo, he visto empezar a muchos jóvenes a tomar la vida en sus manos, a sentirse verdaderamente libres, y a confiar en el Amor (porque no hay otra relación posible con el amor, que no sea la confianza.)

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