Ayer por la noche, ya tarde, en noche cerrada, volví a coger entre mis manos las obras completas de Juan de la Cruz. Ni estaba solo, ni lo escogí yo. Habíamos hablado de él, compartido alguna experiencia y enriquecimiento. Pero no lo habíamos re-cogido.
En mi casa hay varias ediciones. Y como fueron escritas en castellano (de otra época, pero castellano al fin y al cabo) no varía demasiado el contenido. Quizá en algún libro se adorna más la lectura con alguna foto, y en otros se añaden más notas, unas a modo de comentarios y otras fruto de esfuerzos críticos. Insisto, la edición deja de ser lo importante en cuanto te pones a leer.
Una obra que me ha encandilado poética y espiritualmente desde hace años, pues era ya referencia para mis formadores, que ha ejercido un fuerte atractivo para mí desde la juventud, y que he agradecido a pesar de no entender en ocasiones a qué se refiere exactamente. Entender, y eso que soy de los cabezones y zopencos para ciertos temas, tampoco ha sido bandera alardeada en los momentos fundamentales. Recuerdo que la primera vez que me atreví con Juan de la Cruz andaba yo por los veinte añitos (de aquello hace más de una década), y conservo el texto subrayado con florescente amarillo y lápiz que empleé en singular batalla. Quedé herido. Lo reconozco. Desde aquel momento, nada conserva el mismo sabor.
Primero te das a la poesía, con esa pasión y búsqueda que existe, te dejas llevar por el encuentro y el canto, y te permites hablar el amor más grande. Quedas inflamado, a poco sensible que seas, en una mayor hondura encerrado. Después, no sin reparos, das pasos, tímidos y silenciosos, por su prosa. Aquí es cuando Juan se pone a explicar qué misterios (y más misterios) del corazón del hombre y de Dios anda desvelando el amor con su deseo de unión. Como quien lee algo de otros tiempos, que requiere mucha atención, me ponía a diseñar con las notas a los márgenes las claves que me hablasen en lenguaje de hoy, del siglo XXI. Empieces por donde empieces, sea por la «Noche oscura» (título agradecidamente abreviado, que no corresponde al original declarado) o por la «Subida al Monte Carmelo» (comúnmente nombrado como «Subida» y provoca en más de uno confusión con «Su vida»), te topas con una figura que Juan llama «los principiantes«, de la que ves que no se sale ni a la primera, ni a la segunda utilizando las propias fuerzas, ni a la tercera sin dejarse ayudar, ni a la cuarta sin padecer -según grados- el desprendimiento y el «coste» requerido. A ellos, a estos principiantes y para su ayuda, van dedicados los primeros versos de su gran poema, insisto en su hermosura, que pasará a comentar posteriormente: «En una noche oscura, / con ansias, en amores inflamada, / ¡oh dichosa ventura! / salí sin ser notada / estando ya mi casa sosegada.»
A estos principiantes les queda mucho camino. Y ni lo saben, ni se les puede culpar de nada. Por el contrario, todo torna en júbilo cuando te das cuenta de que te has lanzado, que comienzas a subir hacia el Monte, que tus pies se vuelven ligeros en el terreno de lo importante, que cuesta menos de lo que parecía, que la suavidad está presente en todo. El nombre que reciben -«iniciados»- es altamente apropiado. A ellos está reservado el privilegio, que nunca más retornará, de entender que todo empieza, que sus primeros pasos se van dando en amor, en alegría, en gusto y placer en las cosas del espíritu. Nada diremos de lo que viene después, porque eso queda no tanto para el lector, sino para quien se atreva a vivirlo y atraviese la primera noche, esa primera privación que suspende los gustos del sentido.
Evidentemente, el «iniciado» deja de ser tal cuando abandona las cosas novedosas y la búsqueda de lo constantemente nuevo. Como para todos los que estrenan algo, se les abre un mundo en el que poder perderse sin repetir ni una sola vez, un universo de riqueza por inaugurar. Apertura y descubrimiento, sin centrarse en nada. Pero de pronto, como quien no quiere la cosa, se vuelve a «lo de antes», y se busca algo que «no suene a lo de otras veces». La noche le está visitando. El gusto deja de cebarse, ha pasado el día y cae la noche. Y cuanto más pretende volver al «gusto», más se adentra curiosamente en su insatisfacción, y más ansía otras cosas. Por lo que, lo quiera o no, para seguir caminando, para seguir en el camino, para continuar su proceso, se ve la persona en la tesitura de ahondar y adentrarse más en las cosas, en lugar de picotear por doquiera. Y encontrada esta ranura, esta brecha y abertura, accede a pasearse por su primera noche. Maravillosa y estupenda noche de los sentidos.
Y aquí, para quien quiera, ahí tiene la referencia. Porque empezar a leer a Juan de la Cruz puede ser peligroso. Por dos razones, que no convencerán a nadie, ni lo pretenden, y ayudarán por el contrario a quienes sientan que «algo serio» están iniciando o dejando atrás: (1) Porque nos entendemos mejor, y comprendemos abiertamente la sociedad en la que vivimos y su relación con Dios. Y algunas cosas que decimos, en las que ponemos nuestra esperanza, vemos que no funcionan una y mil veces, y que no ayudan ni facilitan, porque no favorecen que se integre la noche en la experiencia del creyente, como si protegiésemos tanto su «bienestar» que no nos damos cuenta de la importancia de su sufrimiento para ganar en densidad interior. (2) Porque, sin el peso de la queja y el lamento, nos sabemos empujados por Dios y queridos, muy queridos por Dios, en eso que llamamos dificultades. Si Dios se empeña en «introducirnos» en la noche es porque quiere llevarnos lejos. Y es posible. Nadie es probado por encima de sus fuerzas. Y esto que ahora «no vemos», pronto desaparecerá, despertando de otra manera la luz en nuestro corazón. Todo cobrará sentido, orden, será reflejo de la belleza, de la verdad y del bien que aguardamos y para el que nos sabemos hechos. No te confundas, no se trata de la experiencia del mal en tu vida, sino del «acallamiento de los sentidos», de su silenciamiento para que puedas escuchar alto y claro, con voz firme y potente Quién te ama, cómo te ama, y dónde está la felicidad y dicha más alta que el hombre puede alcanzar bajo el sol. Vamos, que terminas diciendo eso de: ¡Qué suerte tengo de estar en esta noche o en aquella! ¡Qué oportunidad más inmensa! ¡Eso es que voy subiendo y creciendo, que no me he achicado todavía, que ni la debilidad ni el mal ni el pecado han tenido en mí la última palabra! ¡Qué gran regalo que me han hecho! ¡Ahora empiezo a ver de verdad! Y todos te miran (por extraño), porque te alegras y llenas de paz al verte sumido en intensidad.
Para quien no se haya dado cuenta, yo ando metido en estos jaleos por gracia de Dios, y me alegra encontrar compañeros en este camino. Hoy, uno más. Que ya estaba, ahí y a mi lado, pero he descubierto muy, muy cerca.