Abandono el sacerdocio


Después de cinco años que celebro justo hoy -también entonces fue domingo, y celebrábamos la Trinidad-, y de ver lo que he visto, abandono el sacerdocio. Creo que puedo aventurarme en afirmar que soy el primer cura que dice esto en internet y las redes sociales. Es un ministerio demasiado grande para mí (para cualquiera, aunque conozco algunos curas que lo llevan con verdadera dignidad y servicio), hacer las cosas bien, siempre bien, resulta imposible, hay que tener mucha paciencia, alegría y sabiduría, fe, esperanza y caridad. Un camino de imposibles diarios. En el que se reciben palabras de gratitud algunas veces, pero habitualmente cargas con el dolor, el sufrimiento y las angustias de muchos sobre las espaldas. Así que, a estas alturas, después de pasar los primeros años de vida intentando por todos los medios esto, vivir como un cura, lo dejo. Sin duda alguna, y aunque pueda pareceros extraño, considero prudentemente que resulta lo mejor para mí, lo mejor para otros, lo mejor para la Escuela Pía, lo mejor para la Iglesia, e incluso lo mejor para Dios. Aunque será éste último el más «responsable».

Me he dado cuenta (cinco años después, ¡qué torpe soy!) que para ser un buen sacerdote hay que abandonarse. Dejar de ser tanto «uno mismo», y repetirse y repetirse, para ponerse en manos de Dios, de la comunidad, aprender de los otros. Mira que lo he dicho veces, y lo difícil que resulta. En estos cinco años, lo que ha habido de Dios ha sido tan bonito, tan grande, tan hermoso, que a veces me parece imposible para mis cualidades naturales y mis características personales. Así que, haciendo repaso, y dándome cuenta de que lo mejor que hay en mi vida es de Dios, lo dejo en sus manos. Hoy desearía que se cumpliera este deseo, hacer más hueco en mí, estar más disponible para Dios y los hermanos, andar siempre en fanea, ponerme a la escucha para saber qué tengo que decir, cómo y cuándo, qué es lo mejor que puedo hacer, cómo y cuándo. Esto de ser cura es un regalo inmenso que no se puede llevar adelante solo. Así que gracias a tantos que lo habéis hecho posible. A quienes se han dejado guiar, con quienes he celebrado tantas veces la Eucaristía, quienes se han aproximado a la reconciliación. Igual que no hay profesor sin alumnos, por bueno que sea, ni un padre puede decir que lo es sin hijos, yo no sería sacerdote sin el cielo ni la tierra. En medio me veo, y tanto al cielo como a la tierra les debo mi ministerio. Servimos de puente, estamos de paso, acercamos presencias, abrimos el corazón, la cabeza y la acción a lo que llega de lo alto. Lo mejor, insisto, que puedo hacer es abandonar mi sacerdocio en manos de Dios.

Para dejarse llevar por el Espíritu, no de esclavitud y para la esclavitud, sino de libertad y para la santidad, intuyo que hay varias cosas que resaltar en la vida. Que al menos hasta el momento me han ayudado mucho.

  1. Fiarme de las mediaciones. Que todos estamos en camino, debemos aprender y tenemos la oportunidad de fijarnos. Algunas veces la actitud principal parece ser la «selección-de-mediaciones», y por lo tanto no nos fiamos de lo que tenemos delante y a nuestra disposición. Sin embargo, cuando he aceptado la realidad que tengo ante mí, y las personas con las que puedo hablar, sintiéndome compañero, todo ha resultado más fácil y de gran ayuda.
  2. Entregar lo mejor. Que algunas veces son «cosas», ciertamente. Otras son «gestos», también. Pero la mayor parte de las veces tienen un componente personal muy fuerte, casi brutal. Permitir que otros puedan compartir aquello que yo, primero, he compartido con Dios y es suyo. Tanto en el amor, como en la Eucaristía, como en el Perdón, en la Misericordia, en la Valentía, en la fe y la confianza.
  3. Afirmar la identidad. Aquello que Dios quiere que sea. Evitar que el mal, la desconfianza, la desesperanza me separen y me hagan caer en tristeza.  Afirmar lo bueno. La llamada sigue siendo la misma, no tan diferente del resto de cristianos y personas a las que sirvo. El estilo de vida que me llevará a cumplirlo puede ser particular, pero el horizonte y la meta es común. En este camino, no negar lo que Dios quiere que sea, lo que Dios ha hecho conmigo y va haciendo, mantener un corazón agradecido.

Lo dicho. Que sigo siendo cura. Pero para ser mejor sacerdote, tengo que fiarme más y mejor. Y confiar más en Dios. En el fondo, de esto se ha tratado desde el inicio. Ser más de Dios, y así entregar a Cristo al mundo. Curiosamente, para esto, no puedo dejar de ser yo mismo, con mis cosillas.

Dada la afluencia de mensajes de móvil, llamadas de teléfono y chat de whatsapp, de privados de Facebook y directos de Twitter, señalo que no dejo de ser cura, sacerdote, presbítero o como lo llaméis. De hecho, os pido que recéis por mi vocación. El artículo, bien leído y más allá de los titulares, cuenta otra cosa: dejarse hacer más por Dios, ponerme más en sus manos, confiar más, crecer en esperanza, amar en la medida que Dios ama. Esto, sencillo de escribir, está revestido de una gran complejidad. Por eso, deseo abandonarme más en Dios. Algo que, tanto para mí como para cualquier cristiano, pido con insistencia. Lo dicho, no dejo de ser cura. Las celebraciones, las bodas y mi disposición a servir siguen en pie. Lo único que quiero es que sean más de Dios, al modo de Cristo Jesús+. Que para esto hemos sido llamados los curas, para identificarnos con Él. Y cuando no lo hacemos, no es que demos mala imagen o hagamos lo que no tenemos que hacer, sino que no estamos siendo nosotros mismos.

Por último, aprovecho la ocasión para pedir oración, cuidado y cercanía con aquellos hermanos que están sufriendo alguna crisis, que se sienten «dejados», que pasan por dificultad o sufrimientos. Esta vocación admirable no se puede vivir en soledad, aunque algunos momentos sean muy íntimos y personales. Desde este pequeño blog, mi cercanía, caridad y disposición para con ellos. Sé de qué hablo, y sé que los pequeños en la Iglesia llevan en sus manos grandes tesoros.

No conozco a ningún cura superhéroe


Ni supermanes, ni batmans, ni capitanes américa. Malfada está en el horizonte de lo posible, por el ingenio natural y los comentarios alegres de algunos. Los que yo conozco tienen su propia humanidad y particularidades. Están tocados por una chispa especial, han sido llamados a una vocación muy grande. ¡Eso también! Por tanto, los hay de todo tipo de fragilidad, vulnerabilidad, corazón e inteligencia. Conozco sacerdotes que son inmensamente divertidos y vivos, que se manejan en diversidad de situaciones. Y otros, más tímidos, retraídos y custodios de sus cosas con mucho pudor. Ninguno sobra. De hecho, suelen ser amigos o hermanos entre sí. Algunos de mis compañeros tienen más preocupaciones sociales que otros, la verdad, aunque no sé de ninguno que no quiera amar sin medida. También en la oración encontramos diferencias, tanto en el tiempo, como en la capacidad para estar quietos, como en la calidad de sus palabras, y en la presteza para dar su sí al Señor. La vida espiritual constituye el núcleo de su identidad, personalidad. Incluso cuando hacen oficios de cualquier tipo. He tratado con algún cura taxista, obrero de los de fábrica, y cientos de profesores, educadores sociales, catequistas, acompañantes.

No conozco, insisto, a ningún sacerdote con superpoderes, que destaque por sus cualidades sobrenaturales sobre el resto. Lo siento, pero no levitan en la oración, y se cansan habitualmente en la acción, les hacen daño las palabras ofensivas y las mentiras, y comúnmente se preocupan en exceso por lo que para otros se puede solventar con una visita. Conoces bien la frustración, el sufrimiento, la cruz. Locamente,  y sin pensar demasiado pasan por ella. Andan, sin don de bilocación, ocupados en multitud de frentes que atienden prodigiosamente, aunque si les preguntas con franqueza te dirán que viven con tranquilidad y no sabrán bien cómo es posible alcancen a tanto. Sus vidas tienen huecos. Los curas que yo conozco no se mantienen a tres metros sobre el cielo, habitualmente; si bien andan un poco despegados de las cosas de aquí abajo. Pero darían mucho por poder tomar un café, compartir un rato de fiesta, sentirse hermanos entre los suyos. Por lo general sus días de descanso son escasos, y cuando les llamas procuran atenderte si pueden. Pero ya digo que no son superhéroes.

Humanos, como tantos, tocados en el interior, transformados en lo externo, con una vida que les facilita mucho el servicio a los demás, la atención pausada, la posibilidad de hablar después de la oración. Si te acercas a ellos con confianza, te darás cuenta. Pasan sus crisis y dudas, abrazan con confianza la vida, agradecen y piden mucho diariamente. Por lo tanto, sabrán de qué les hablas. No se escandalizarán de tus miserias.Ellos, nosotros, también estamos en camino como uno más entre el resto. Con faciliades, por la opción de vida y estilo de vida que llevamos, para dedicarnos a una vida un tanto alocada. Puede parecer solitaria, desde fuera, pero no lo es. Puede parecer estéril, y sin embargo se nos permite, en determinados momentos, ver mucho fruto. Puede parecer mil cosas, si se escucha la prensa, y cuando te acercas descubres gran sencillez, cordialidad  y profundidad.

Para conocer bien a un cura, te proponto tres cosas sencillas:

  1. Cuando tengas oportunidad, acércate a él con buena disposición. No los uses para tus «momentos importantes», e intenta compartilos con ellos. Trata de amistad con ellos, y verás cómo viven. Sea tu boda, sea la búsqueda de perdón, sea la escucha de la Palabra, sea en la celebración de un hijo o un familiar, o en la muerte de un ser querido. Ya que están, ¡no te cortes! ¡A lo mejor te llevas una sorpresa! Si tienes ocasión, sal a pasear con él, aléjate de los muros entre los que habitualmente lo encuentras. Allí, como Nicodemo y Jesús, y aunque sea en la noche, aparecerán palabras nuevas. Nacerás de nuevo. Así, la esperanza de ambos será más plena. Del cura como cura, de la otra persona también.
  2. Cuida tu conversación con ellos. No conocerás bien a un sacerdote hablando del tiempo, ni del aire, ni de las carreteras. ¡A nadie! Quizá si hablas de otros asuntos más importantes hoy, a lo mejor se abre un poco más. Prueba a dialogar sobre la crisis, sobre la injusticia del mundo, sobre lo que él puede «palpar» en su ministerio de la sociedad en la que vives. Pero si de verdad quieres ahondar, no les preguntes por la Iglesia de primeras, ni por dónde vienen los curas, ni la historia de la vida religiosa. No les trates como consultores. Son administradores de una riqueza que no es suya, uno más en una gran cadena. Lo mejor, mejor. El secreto que con ellos funciona, es el mismo que vale para toda relación: sinceridad, confianza y autenticidad. Es decir, habla de lo que lleves dentro de ti, de lo que realmente te significa, de tus detalles. Entrará fácilmente al trapo, se irá creando un lazo intenso. La oración está hecha de palabras y de presencias. Y aquí tienes ambas unidas. así, la fe de ambos crecerá. Cada una a su manera.
  3. Después de todo lo que hacen, en ocasiones suele bastar que te intereses por ellos y también quieras cuidarlos. Un quétalestás, rápido, no lleva a nada a nadie. Pero una pausa humilde en la que les preguntes cómo te va la vida, sin mayor interés, llevará lejos la relación. Su ministerio agota a cualquiera, de por sí. Están sostenidos, se encuentran fortalecidos por el Señor. Pero al igual que no predican el amor a Dios en abstracto, sin prescindir del amor al prójimo, tampoco el amor de Dios en general se separa en sus vidas de dejarse amar por los que les tratan como hermanos, respetan o comprenden su vocación. Curiosamente, algunas veces incluso los que se dicen ateos o separados de la iglesia, con su vida cuidan de estos curas, tan humanos, que pasan por su vida. ¡Curioso! Aunque personalmente me siento especialmente cercano a quienes también tienen el privilegio de compartir, comprender y amar mi vocación escolapia en su conjunto. El amor de ambos se irá perfeccionando en el amor entre ambos. ¡Créeme! ¡Lo he vivido!

Para aquellos que cumplen en mi vida las promesas que Dios hace, para aquellos que animan sin descanso, acompañan incansablemente y se muestran disponibles a colaborar en cualquier batalla, hoy, que celebramos Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, agradecerles de todo corazón tanto esmero. Ojalá algún día pueda también yo hacer algo importante por ellos. No por devolver lo que dieron gratis, sino por amor.

Somos más… y más


El título del tema de hoy refleja una actitud que es profundamente humana. Insaciables, insatisfechos permanentemente, en camino y en cambio, seres intermedios y “en construcción” por muchos pasos que demos en la vida, por muchas experiencias que acumulemos y por cuantas decisiones que tomemos. Siempre queda más.

Todo cuanto emprendemos y hacemos se impregna de ese “más” que somos. Incluso nos damos cuenta de que lo hecho podría haber sido más y mejor, o no corresponde ni siquiera con lo que queríamos y deseábamos. Queremos que sea así, y nos gusta que sea así. Porque el “más” que ponemos en todo es el verdadero sentido que tiene y que queremos vivir. Estudiar es siempre construir nuestro futuro y descubrir mundos que no conocemos; no sólo enfrentarse a un temario. La amistad es permanentemente una exigencia para ir “más allá” de lo cotidiano y rutinario, que no puede caer en la desidia ni la comodidad; no sólo un grupo de personas con las que comparto tiempo. Escribir es expresar lo que somos; no sólo juntar letras. Leer es abrirse a otros mundos; no sólo pasar páginas. Comer es compartir y relacionarse, por eso son tan importantes en nuestra cultura las cenas, las comidas de trabajo; no dejamos que caiga en una necesidad básica a cubrir. Y todo es siempre más y más. Sin embargo conviene distinguir bien, discernir y dividir: lo que me corresponde a mí y lo que está ahí antes que yo. Evitará confusiones toscas y frustraciones innecesarias.

Las “cosas” (todo ese mundo que nos rodea y que no son personas) se cargan de sentido, igual que se cargan las baterías, o pierden el que tenía. Esa carga de sentido pasa a estar unida de tal manera a la realidad que no podemos obviarla ni diferenciarla fácilmente. Sea visible o no, la sentimos. Y, de hecho, es lo que va a dar sentido a todo lo que gire a su alrededor. Es nuestra verdad sobre la vida, que no tiene por qué se individualista; en muchos casos será compartida y construida con otros, por todos.

Será el sentido el que nos abrirá a la verdad, y nos completará del todo en nuestra vida e investigaciones. ¿Podrías decir que alguien que describe con precisión el genocidio en Ruanda y Burundi, pero que no se duele ni se cuestiona, es alguien que ha llegado a saber lo que ha sucedido realmente? La realidad se completa en la medida en que el sentido es alcanzado. ¿Cuál es el sentido de lo ocurrido en Burundi? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Por qué me ha sucedido esto? ¿A dónde me conduce esto otro?

Esa capacidad de la realidad para asumir una dimensión personal y comunicarse, de alguna manera, la constituye en un símbolo para el hombre. De ahí que un trozo de tela con unos colores determinados tenga la capacidad de identificar un pueblo, o que una música concreta sea parte de la identidad de un grupo, o que algo que yo tengo en mi cuarto y que pasa desapercibido para el resto del mundo sea para mí algo fundamental en mi historia. Un símbolo recuerda, en la medida en que fue cargado de sentido en el pasado, y también impulsa a ir más allá, se abre al futuro. Pero no a todos de la misma manera.

En definitiva, hemos llenado de “sacramentos” nuestra existencia y seguiremos haciéndolo indefinidamente. La palabra sacramentum, de origen latino, significa misterio. Para ser capaces de conectar con estas realidades cargadas, se deben dar unas condiciones: (1) Aprender a mirar de otra manera, no sólo atendiendo al “sentido de mi vida” sino al proceso que otras personas han hecho. Al menos mantener una actitud de apertura. Por ejemplo, un día nefasto vas con tus amigos al cine, y a todos menos a ti la película les ha parecido genial; la razón es que no estabas “en lo mismo” que el resto, algo ocupaba tus inquietudes. (2) Acoger cuánto puede significar para nosotros, lo cual implicaría probablemente ordenar el resto de realidades. Al integrar algo, otras cosas deben variar. Igual que cuando entre el grupo de amigos alguien pasa a ser tu novia o novio, todo se ve modificado de alguna manera, sin que ello signifique que los demás dejen de ser amigos. Pero existen planos para las relaciones humanas. (3) El sentido crítico, que supone no aceptar sin más lo que otros dicen. Es decir, que lo que realmente da sentido es “vivir por uno mismo”, no simplemente repetir palabras o experiencia que otras personas han hecho.

.. y más

El “más” (plus) de la realidad no termina, siempre se engrandece, y puede ser modificado con el tiempo. Algo que parecía enormemente relevante durante la adolescencia, con una cierta madurez pasa a ser transformado en una inquietud de segundo plano. Pero fíjate en que lo que no varía es la necesidad de dotar de sentido a la realidad. No es suficiente con haberse sentido amado y querido por la familia, es necesario ser aceptado por los demás fuera de casa. Lo que ejerce tal presión que muchos “se visten” de lo que no son, y ven modificado su entorno, su actitud ante la vida, sus prioridades.

Entre las “cosas” que nos rodean destacamos hoy una muy importante, en la que reparamos poco normalmente. Nuestra propia historia. Está ahí, se puede ver, se puede sentir. Y ha sido cargada de significado y sentido por mí y por otros. En algunas ocasiones pesa más lo que yo viví de forma particular, en otros, lo que me dijeron. Pero sigue estando presente, y actúa.

  1. Símbolos de mi historia. El típico muñeco de la infancia que nos ayudó a dormir solos porque fue un regalo de nuestros padres, y por lo tanto era como si nuestros padres estuvieran con nosotros, todavía lo guardamos como “recuerdo” (y algo más) de nuestra infancia. Una foto, una carta, un libro… ¿Qué cosas han sido importantes para mí? Escoge una por cada etapa de tu vida.
  2. Personas de mi historia. Percátate de que todas las personas que te rodean han sido “dotadas” por ti de un “sentido” particular. Lo que han hecho por ti y contigo, cómo se han relacionado contigo, dónde las conociste y a qué dio pie todo aquello. Cada una está ligada a uno (o varios) momentos significativos de tu historia. Y todas las personas no tienen el mismo “rango” en tu vida. No es determinante de hecho, si te paras a pensarlo, el número de horas que has pasado con ellas, sino la calidad de lo sucedido entre ambos. Ni siquiera aquellos que te han aportado más o te han abierto más puertas tienen que ser necesariamente los que más sentido tienen en tu vida (actualmente). ¿Qué “carga” o “sentido” tienen para ti las personas que te rodean actualmente? De tu pasado, ¿quiénes todavía resuenan en tu interior cuando te detienes a pensar?
  3. Momentos y lugares. Jugando, un tarde de verano decidimos saltar la tapia del cementerio del pueblo. Éramos varios y nos armamos de coraje a plena luz del día. Y justo después de lograr superar el muro fuimos atacados por una “banda” de abejas por todos lados. Cada vez que volvemos por allí, aunque sea en bajito, nos reímos y recordamos las picaduras de unos y otros. Lo mismo ocurre con otros lugares o momentos de mi vida, donde despierta en mí algo nuevo. Por ejemplo, el retiro vivido en Cercedilla supone un antes y un después para mucha gente, y aunque no se conozca de antemano, sabe que aquel lugar es especial. O esa noche en la que siendo casi un niño me robaron porque iba solo y asustado. ¿Cuáles crees que han sido decisivos en tu historia por lo que te han aportado?

Todo lo anterior (momentos, personas, lugares, cosas) nos describen. “Soy” en la medida en que he vivido. Nadie puede ocultar, de una u otra forma, lo que le ha pasado en su propia historia. Y todas esas “cosas” seguirán llamando la atención

¿Para qué confesarme…


Esto es lo que hoy me ha planteado alguien, que no conozco muy bien, por Tuenti. Me ha dicho que no entiende eso de la confesión porque su problema es que no vive.

Mi respuesta ha sido sencilla. Situándome bien, creo que hoy por hoy, todos sentimos la necesidad de hablar con la gente que nos rodea. Punto primero. Y de toda esa multitud o pequeñez seleccionamos algunos a quienes abrir de verdad el corazón, contar lo que llevamos dentro, dar rienda suelta a nuestras cargas e ilusiones (que también son, no pocas veces, cargas pesadas). Luego hablar, de por sí, es de lo más humano que podemos encontrar.

Por otro lado, quizá donde muchos tengan problema no sea en el «hablar» sino en el «celebrar el sacramento», en su acción y su misterio. Es decir, en descubrir la presencia de Dios en él. Y este es otro tema. Para mí el más importante. El que cambia todo de raíz, el que convierte algo de «dos» en una verdadera acción de «Dos» o tres.

Seguimos hablando, y me dice que su problema no es con el hablar. Que para qué sirve hablar en lugar de actuar. Y aquí volvemos a lo mismo. El hablar de por sí es valioso. Pero la confesión no es un «hablar» sin más, sino actuar, una dinámica, vida en movimiento. La vida que Dios me ofrece, desde el Perdón, en respuesta a una situación sincera y auténtica en la que me encuentro: el reconocimiento de mi debilidad, de la fuerza del mal y del pecado en mí. Y que además me exige, me compromete a vivir de otro modo.

Dicho esto. Con una cierta claridad, el problema sigue estando en las palabras que decimos, en los conceptos que tenemos. En no pocas ocasiones se convierten en refugio para no darnos cuenta de toda la verdad que llevamos entre manos. ¿El hombre es sólo pecado? Evidentemente no. ¿El pecado es lo más importante para la vida de la Iglesia? Rotundamente no. ¿Entonces por qué hablamos tanto de pecado, de mal y de injusticia, de desigualdad y de debilidades, de error y de ofuscaciones? Pues que es, por desgracia, un tema que no hemos resuelto todavía del todo.

En Adviento, una mirada dócil y comprometida con la verdad: acercarse al Sacramento de la Reconciliación no es tarea que deban plantearse los malos malísimos (los de las películas de dibujos animados) sino todo aquel que quiera seguir en camino y encontrarse con Dios dejándole hacer a él. Es exigente, lo sé. Es parte del don.

¿Me invitas a cenar?


Comer es tan importante como trabajar. Lo hacemos de prisa y corriendo, sin detenernos en los detalles. Antes no era así. Antes las mesas se preparaban con esmero, se cuidaban los detalles. Ojalá fuera fiesta todos los días para darnos cuenta de que «comer», «alimentarse», «nutrirse», «RECIBIR» es algo fundamental. Sin comer no se trabajar, pero tampoco se vive alegre, ni se disfruta de los amigos, ni se baila, ni se hace deporte, ni se estudia, ni se escucha, ni se tiene fuerza, ni se enfrentan retos, ni se tienen iniciativas… Comer es fundamental. Y la mesa, por lo tanto, es principal. Depende de qué haya a la mesa… así seremos.  

Una mesa. Hoy se prepara una mesa. En la mesa no sólo hay alimentos. Sino una vida entera. En el pan y el vino está Dios, Jesús se entrega. Deseando que nadie le quite la vida, antes de ser apresado, él quiere dejar su huella permanente en el mundo: mostrar de antemano que es tan libre como para desear darse por los demás, mostrar al mundo que ningún hombre es verdaderamente libre hasta que no vive el amor como servicio, mostrar al mundo que es falso que amar hasta el extremo sea imposible, mostrar al mundo que el amor no es verdadero amor hasta que no llega al extremo… Hasta el extremo de darse a sí mismo. Ése es el verdadero amor. El amor que ha pasado por el sufrimiento y permanece. El amor que reconoce a los demás como verdaderos hermanos, como mi familia, como personas. El amor que une amigos y enemigos, el amor que vence miedos, el amor que sacia de corazón y nos deja tranquilos, el amor valiente.