En el lenguaje deportivo, porque se emplea bastante, supone moverse con la suficiente habilidad como para abrir espacio a un buen pase. Estas disponible, ofreces un camino posible, liberas presiones, asumes responsabilidades. Podrías haberte quedado donde estabas, y sin embargo, sales al encuentro del otro. No le quitas directamente el balón, no se lo robas, simplemente aprendes a estar, donde te pueda ver o donde te espera encontrar. Unas veces contarán contigo, otras no. Y en no pocas ocasiones, tu movimiento será lo suficientemente inquietante como para que el rival contrario tenga más trabajo del que pensaba tener. Ya no es un jugador con el balón el que tiene que cubrir, sino que además debe tapar agujeros, o de lo contrario será mareado.
Ahondando en esta actitud, metafóricamente tratada, la vida cristiana, personal y espiritualmente, tiene muchas similitudes con este ofrecimiento. Hasta el punto de hacer de él una actitud continua:
- Salir del anonimato, ponerse en marcha. Dejarse reconocer, e identificar con un «equipo», tomando partido en la situación, y posicionándose. Quizá por casualidad se pueda dar este «ofrecimiento», porque estuviste en el lugar adecuado el momento exacto. La mayor parte de las veces, por el contrario, se propicia con la propia decisión y libertad.
- Reconocer, reconocerse. Supone literalmente tender la mano al otro. Por lo tanto, si lo describimos en detalle: darse cuenta de las propias capacidades y saber que tenemos manos, dones, corazón e inteligencia por algo y no para nada; ser conscientes de los movimientos que se pueden hacer, que no somos piedras tiradas al borde del camino y ejercemos nuestro derecho y responsabilidad a movernos conforme a un fin e intención; y ese fin e intención, en lo puramente humano, será siempre el otro, y en lo religioso será Dios. Sea cual sea la interacción, estamos en el mundo y servimos de mediación. Atendemos al juego, sentimos que estamos vivos. Si somos útiles o no en este preciso instante no es lo más importante, y sí lo es que estamos vivos y en movimiento, que seguimos pendientes y dispuestos.
- Servimos de mediación. En el fútbol, para la jugada. En la vida, para la Vida y para el Espíritu, para el Amor, para la Justicia. Mediación como canal a través de la cual continúa la historia de una manera determinada porque ha llegado hasta nosotros, que impide que se rompa el lazo, que desea llegar a buen término, que da cobertura y apoyo, que se siente parte de algo más grande, que trabaja en comunión y en comunidad. Mediar constituye un acto de servicio, es «servil» en el mejor de los términos. Se coloca desde lo que es y tiene en pro de los demás.
- Asume la responsabilidad si llega el momento, toma el relevo. Como toda metáfora, tiene limitaciones. Y ésta es una de ellas. En el deporte parece que es una única persona la que carga con el peso, aunque sea sucesiva en su conjunto y pase de unos a otros. En la Vida con mayúsculas la responsabilidad no es individual tan puramente, más bien coordinada y ejercida en relación con otros. Y también es limitada porque no siempre que alguien se ofrece, recibe el pase adecuado. Nos pone en situación de acoger, ciertamente, sin que tenga que ser algo perfecto. ¡Como la vida misma! Ofrecerse viene por lo tanto a indicar lo contrario de la perfección y de la pasividad radical. No tiene por qué ser un pase al pie, ni una mano agarrada como conviene. Dependiendo de la situación, de la presión y de la tensión, ofrecerse conllevará igualmente sufrimiento y esfuerzo. Conviene estar preparados.
Podríamos seguir estrujando la metáfora. Sacaríamos más aspectos. Sin embargo, me parece oportuno que nos detengamos un momento en lo que supone ofrecerse y no ser tenido en cuenta. Algo que sucede con frecuencia. Y en la situación absolutamente opuesta, la de quien se ofrece continuamente, y siempre recibe algo. Dos contrarios, en los cuales podemos encontrar muchos peligros:
- Ofrecerse, y ser rechazado. Insisto en la bondad del ofrecimiento por sí mismo. Al menos debemos tener presente que hemos sabido estar, acercarnos, ser prójimos a quien lo necesita, sin esperar por ello que llegue el momento de máxima presión. Puede ser sin más «un estilo de juego» en el que unos y otros se tienen en cuenta más allá de la dificultad en la que se encuentren, y aprender a mirar alrededor haciendo partícipes a los demás de lo que sucede. El egoísmo, sin embargo, impide que esto sea así habitualmente. Si todo va bien, ¿para qué pasar el balón? De modo que quien se ofrece dos o tres veces, sin recibir nada, con el paso del tiempo se va entumeciendo, saliendo al encuentro con menor fuelle y empuje. Se moverá, bajando el ritmo y despreciándose sucesivamente a sí mismo. Total, ¡ya me ha pasado en otro momento! Contra esta actitud hay que combartir rígidamente. Quizá necesitemos más preparación, quizá nuestro ofrecimiento ya haya dado su fruto independientemente de lo que podamos ver, de lo que hayamos sentido, y haya aportado un valor mayor a la jugada. Ofrecerse, en el mundo de la soledad y del anonimato, de por sí hermoso y valioso. La mayor parte de las veces obliga a mirarse a uno mismo de otra manera, a sentir la presión por la que los demás cuentan o dejan de contar con uno, reporta un cansancio que hay que saber medir y ajustar, y no hacer depender cosas fundamentales de la propia existencia de las circunstancias particulares en la que nos encontramos. O incluso, dicho sea de paso, de la libertad de los demás, que también puede equivocarse y ser egoísta o interesada más de una vez, porque su libertad como la nuestra es una libertad herida.
- Por otro lado, el que siempre recibe algo, tampoco debemos pensar que lo está haciendo bien. Todos conocemos, cada uno en su ámbito y espacio, aquellos que están en varios o muchos sitios diferentes. Se ofrecieron «para todo», «para lo que sea», y no supieron discriminar ni poner límite. Quizá nazca también de una excelente actitud del corazón, del deseo valiente de entregarse del todo. Pero ese «todo» y «al máximo» difieren, y se encuentran violentamente entre sí. Quien mucho abarca, poco aprieta. De modo que el buen ofrecimiento podríamos decir que está siempre de los límites humanos, porque atiende más que «a todo» a aquello que es «propio de sí mismo». Gana el partido en la profundidad de su estar en el mundo, en la manera y el modo, y no en la cantidad. Todo un ejercicio de discernimiento.
Y volvemos a la metáfora de antes, al juego en el que estábamos. El que mejor se ofrece habitualmente, lo hace dentro de su «lugar dentro del campo». Es decir, ha aprendido a estar, a moverse en conjunción con el equipo. No es un salvavidas que va por todo el campo disperso detrás del balón, sino que aguarda «su hora», y desea que llegue su hora para hacerlo del mejor modo posible.