Ofrecerse


En el lenguaje deportivo, porque se emplea bastante, supone moverse con la suficiente habilidad como para abrir espacio a un buen pase. Estas disponible, ofreces un camino posible, liberas presiones, asumes responsabilidades. Podrías haberte quedado donde estabas, y sin embargo, sales al encuentro del otro. No le quitas directamente el balón, no se lo robas, simplemente aprendes a estar, donde te pueda ver o donde te espera encontrar. Unas veces contarán contigo, otras no. Y en no pocas ocasiones, tu movimiento será lo suficientemente inquietante como para que el rival contrario tenga más trabajo del que pensaba tener. Ya no es un jugador con el balón el que tiene que cubrir, sino que además debe tapar agujeros, o de lo contrario será mareado.

Ahondando en esta actitud, metafóricamente tratada, la vida cristiana, personal y espiritualmente, tiene muchas similitudes con este ofrecimiento. Hasta el punto de hacer de él una actitud continua:

  1. Salir del anonimato, ponerse en marcha. Dejarse reconocer, e identificar con un «equipo», tomando partido en la situación, y posicionándose. Quizá por casualidad se pueda dar este «ofrecimiento», porque estuviste en el lugar adecuado el momento exacto. La mayor parte de las veces, por el contrario, se propicia con la propia decisión y libertad.
  2. Reconocer, reconocerse. Supone literalmente tender la mano al otro. Por lo tanto, si lo describimos en detalle: darse cuenta de las propias capacidades y saber que tenemos manos, dones, corazón e inteligencia por algo y no para nada; ser conscientes de los movimientos que se pueden hacer, que no somos piedras tiradas al borde del camino y ejercemos nuestro derecho y responsabilidad a movernos conforme a un fin e intención; y ese fin e intención, en lo puramente humano, será siempre el otro, y en lo religioso será Dios. Sea cual sea la interacción, estamos en el mundo y servimos de mediación. Atendemos al juego, sentimos que estamos vivos. Si somos útiles o no en este preciso instante no es lo más importante, y sí lo es que estamos vivos y en movimiento, que seguimos pendientes y dispuestos.
  3. Servimos de mediación. En el fútbol, para la jugada. En la vida, para la Vida y para el Espíritu, para el Amor, para la Justicia. Mediación como canal a través de la cual continúa la historia de una manera determinada porque ha llegado hasta nosotros, que impide que se rompa el lazo, que desea llegar a buen término, que da cobertura y apoyo, que se siente parte de algo más grande, que trabaja en comunión y en comunidad. Mediar constituye un acto de servicio, es «servil» en el mejor de los términos. Se coloca desde lo que es y tiene en pro de los demás.
  4. Asume la responsabilidad si llega el momento, toma el relevo. Como toda metáfora, tiene limitaciones. Y ésta es una de ellas. En el deporte parece que es una única persona la que carga con el peso, aunque sea sucesiva en su conjunto y pase de unos a otros. En la Vida con mayúsculas la responsabilidad no es individual tan puramente, más bien coordinada y ejercida en relación con otros. Y también es limitada porque no siempre que alguien se ofrece, recibe el pase adecuado. Nos pone en situación de acoger, ciertamente, sin que tenga que ser algo perfecto. ¡Como la vida misma! Ofrecerse viene por lo tanto a indicar lo contrario de la perfección y de la pasividad radical. No tiene por qué ser un pase al pie, ni una mano agarrada como conviene. Dependiendo de la situación, de la presión y de la tensión, ofrecerse conllevará igualmente sufrimiento y esfuerzo. Conviene estar preparados.

Podríamos seguir estrujando la metáfora. Sacaríamos más aspectos. Sin embargo, me parece oportuno que nos detengamos un momento en lo que supone ofrecerse y no ser tenido en cuenta. Algo que sucede con frecuencia. Y en la situación absolutamente opuesta, la de quien se ofrece continuamente, y siempre recibe algo. Dos contrarios, en los cuales podemos encontrar muchos peligros:

  1. Ofrecerse, y ser rechazado. Insisto en la bondad del ofrecimiento por sí mismo. Al menos debemos tener presente que hemos sabido estar, acercarnos, ser prójimos a quien lo necesita, sin esperar por ello que llegue el momento de máxima presión. Puede ser sin más «un estilo de juego» en el que unos y otros se tienen en cuenta más allá de la dificultad en la que se encuentren, y aprender a mirar alrededor haciendo partícipes a los demás de lo que sucede. El egoísmo, sin embargo, impide que esto sea así habitualmente. Si todo va bien, ¿para qué pasar el balón? De modo que quien se ofrece dos o tres veces, sin recibir nada, con el paso del tiempo se va entumeciendo, saliendo al encuentro con menor fuelle y empuje. Se moverá, bajando el ritmo y despreciándose sucesivamente a sí mismo. Total, ¡ya me ha pasado en otro momento! Contra esta actitud hay que combartir rígidamente. Quizá necesitemos más preparación, quizá nuestro ofrecimiento ya haya dado su fruto independientemente de lo que podamos ver, de lo que hayamos sentido, y haya aportado un valor mayor a la jugada. Ofrecerse, en el mundo de la soledad y del anonimato, de por sí hermoso y valioso. La mayor parte de las veces obliga a mirarse a uno mismo de otra manera, a sentir la presión por la que los demás cuentan o dejan de contar con uno, reporta un cansancio que hay que saber medir y ajustar, y no hacer depender cosas fundamentales de la propia existencia de las circunstancias particulares en la que nos encontramos. O incluso, dicho sea de paso, de la libertad de los demás, que también puede equivocarse y ser egoísta o interesada más de una vez, porque su libertad como la nuestra es una libertad herida.
  2. Por otro lado, el que siempre recibe algo, tampoco debemos pensar que lo está haciendo bien. Todos conocemos, cada uno en su ámbito y espacio, aquellos que están en varios o muchos sitios diferentes. Se ofrecieron «para todo», «para lo que sea», y no supieron discriminar ni poner límite. Quizá nazca también de una excelente actitud del corazón, del deseo valiente de entregarse del todo. Pero ese «todo» y «al máximo» difieren, y se encuentran violentamente entre sí. Quien mucho abarca, poco aprieta. De modo que el buen ofrecimiento podríamos decir que está siempre de los límites humanos, porque atiende más que «a todo» a aquello que es «propio de sí mismo». Gana el partido en la profundidad de su estar en el mundo, en la manera y el modo, y no en la cantidad. Todo un ejercicio de discernimiento.

Y volvemos a la metáfora de antes, al juego en el que estábamos. El que mejor se ofrece habitualmente, lo hace dentro de su «lugar dentro del campo». Es decir, ha aprendido a estar, a moverse en conjunción con el equipo. No es un salvavidas que va por todo el campo disperso detrás del balón, sino que aguarda «su hora», y desea que llegue su hora para hacerlo del mejor modo posible.

¿Signos de salud comunitaria?


Cuando las personas rehúsan ir a las reuniones y no hay lugar para el diálogo, cuando tienen miedo de expresar lo que sienten y el grupo está dominado por una fuerte personalidad que se impide la libertad de expresión, cuando en lugar de participar en las actividades comunitarias se úye hacia actividades exteriores, la comunidad está en peligro; no es ya una «casa propia» sino un hotel-restaurante. Cuando las personas de una comunidad no están contetas de estar juntas, de vivir, de rezar, de actuar juntas, sino que buscan constantemente compensaciones en el exterior, cuando hablan de otro tiempo de sí mismas y de sus dificultades más que su ideal de vida y de la manera de responder a gritos de los pobres, hay un signo de muerte.

Cuando una comunidad tiene buena salud, es un polo de atracción. Los jóvenes se comprometen con ella y los visitantes se sienten a gusto. Cuando una comunidad empieza a tener miedo de acoger a visitantes y a personas nuevas, cuando empieza a establecer tantas restricciones, a reclamar tantas garantías que prácticamente no puede venir nadie más, cuando empieza a expulsar de su seno a las personas más débiles y difíciles, a los ancianos, a los enfermos, etc., es mala señal. Ya no es una comunidad; se convierte en un equipo de trabajo más o menos eficaz.

También es mala señal cuando una comunidad busca estructurarse de modo qeu tenga una seguridad total respecto al povenir, por ejemplo cuando tiene mucho dinero en el banco. Poco a poco elimina todos los elementos de riesgo y ya no necesita la ayuda de Dios. Deja de ser pobre.

La salud de una comunidad se revela a través de la forma de acoger a los visitantes inesperados o al pobre, a través de la alegría y de la sencillez de los miembros entre sí, a través de su confianza en los momentos difíciles, a través de una cierta creatividad para responder a las necesidades de los pobres. Se revela sobre todo a través del amor y de la fidelidad a los fines esenciales de la comunidad: la presencia ante Dios y ante los pobres.

Para una comunidad es importante descubrir en sí misma las señalse de su desvenencia o de su profundización. De vez en cuando la comunidad tiene que preguntarse para saber en qué momento se encuentra. Esto no siempre es fácil, pues es necesario aprender a pasar por las pruebas, incluso frente a señales de vida y de muerte, que es necesario discernir.

¿Por qué me ayudas?


Llevo días pensando en esto. Os cuento. El martes por la tarde tenía que hacer algo. Sé que hay personas con quienes puedo hablar para comentarles lo que necesito o si pueden ayudarme, y otras con las que, por lo que sea, no tengo valor a comentarlo. Quizá sea el miedo a un posible rechazo, a que no puedan, o a que yo entienda que están poniendo excusas para no mojarse. La verdad es que comprendo, casi instintivamente, que hay personas que sí y otras que no. Pero no sólo me pasa a mí, sino también a los demás. Cuando he compartido esto, todos me han dicho algo por el estilo.

Pero bueno. Después de esta reflexión apunto que me sorprendió la presencia de alguien. Insisto en lo anterior: hay personas a las que con sólo mirar saben que estoy liado y que echan una mano en todo cuanto puedan (he de reconocer que incluso me da vergüenza pedir algunas veces); pero lo que me sorprendió fue ver que alguien, cercano y amigo, se sumaba al plan de trabajo (uffff) sin siquiera pedirlo.

Para mí, ese día, fue una gran lección.

¿Disponible?


Insisto últimamente mucho en esta palabra. Creo que la vida me ha mostrado, de alguna manera me ha contado incluso a través de mis pasos, que la disponibilidad es fundamental. En el día a día redescubro mi vocación a través de la disponibilidad. Quienes me acompañan a diario durante los últimos años conocen cómo he ido respondiendo, quizá no siempre pero sí en cosas fundamentales, desde la disponibilidad a lo que los otros quieren, y esto, que al principio es simplemente obedecer, se ha hecho para mí algo fundamental.

Probablemente en estas pocas líneas no pueda recoger toda la vida que me ha dado el simple hecho de estar abierto a las propuestas de otros, manteniendo mis propios criterios. Empecé a ser profesor de algo que, si bien entraba dentro de mi lógica, no me agradaba del todo y ahora, algo más de tres años después, es un núcleo central de mi pensamiento y me ha abierto un mundo. Empecé a ser catequista de un grupo que yo creía que no era el adecuado. Esto sucedió un año, pero al año siguiente se volvió a proponer otra cosa que, una vez más, me ha dado amigos y me ha permitido encuadrar mi vocación escolapia y educadora de modo admirable. En una reunión, hace algo más de un curso, faltaba alguien para un servicio en la comunidad educativa. Me presenté voluntario. Sin duda alguna, después de contemplar el paso de los días y de los sufrimientos y alegrías, para mí está siendo de lo más enriquecedor.

Estas pequeñas cosas, que no habría hecho de no estar disponible, se están convirtiendo en el centro de mi experiencia de Dios, realidades cotidianas que transparentan palabras hermosas del Evangelio, desde el nacimiento en Belén haciéndose pequeño hasta momentos de Pascua. Parece mentira que yo, tendente siempre a la seguridad y al control haya incorporado paulatinamente este dejarme sorprender. Si yo soy capaz, cómo no van a serlo también otros.

Además adquiere nuevo realismo el Evangelio. Tanto la palabra aquella en la que un hombre estaba tirado en el camino, como la sentencia de Jesús sobre dónde reclinar la cabeza, como el hágase de María, como la escucha atenta de la voz del maestro junto al lago, como los deseos de la gente sencilla que se acerca a Jesús, como el ciego al lado del camino, como el que no podía caminar, como quien encuentra amigos… Se sitúa de forma real, porque encuentro vida de por medio. Mi vida, pero una vida que no es simplemente mía. Como dice Pedro Salinas, un mundo que miro con ojos de otro.

¿Necesitamos ayuda?


A lo mejor es una tontería de pregunta. Cuando nacemos está claro que o nos ayudan, o morimos. Nacemos con una especie de instinto básico para aceptar la ayuda de los demás. ¿Luego se pierde, se desecha, se marchita? Si ayuda necesitamos todos, ¿por qué algunos se ponen medallas cuando sirven a los demás? Si es algo que necesito para vivir y sentirme vivo, ¿por qué me incomoda que me echen una mano, que me presten ideas o ingenio, que se solidaricen con mis tristezas y alegren por mis triunfos? ¡Hay personas así! ¿Por qué reclamo entonces, cuando crezco, por qué tengo que gritar que me ayuden en ciertos momentos, si donde hoy estoy yo mañana puede estar otro, o viceversa?

Por qué, por qué, por qué.

Yo necesito ayuda. Hoy me he encontrado con una situación para mí desagradabilísima, en la que no sirven ni romanticismos ni palabras bonitas. La gente vive. Y como vive, también se cae y tiene traspiés. La persona que pedía ayuda está en su derecho de recibirla. ¡Cómo no!

No sé si me explico bien, pero creo que preguntarme esto hoy me ayuda a servir mejor. Yo soy uno más de los que tienen que vivir siendo ayudados, ¿cómo no ayudar entonces? Es cuestión lógica, pura y dura. Pero los corazones están cerrados la mayor parte de las veces. Quizá, sólo quizá, descubrir que así es, nos pueda ponernos a echar una mano a otros. Es sólo el comienzo, no es todavía amor verdadero.


¿Puedo hacer algo?


Llevo días dándole vueltas a esta pregunta. O más. Estamos atareados en todos los sitios donde voy, y surgen trabajos por todas partes. Por trabajo entiendo «algo que hacer», «algo que escribir», «algo que impulsar», «alguien a quien ayudar», «alguien con quien dialogar porque lo necesita», «reuniones para programar», «acciones urgentes», … miles de cosas. Por donde voy.

Antes me preguntaba si puedo hacer algo. Las respuestas son «pues claro», «cómo no», «a qué esperas», «lánzate», «deja de preguntar y echa una mano», «pues mira… estoy hay que entregarlo la próxima semana», «queremos que salga dentro de quince días»…. y así sucesivamente.

Y sigo preguntándome si «yo», persona concreta con unas cualidades concretas, puedo hacer algo. Sí, para mí es muestra de disponibilidad, de comprender que en el mundo hay muchas necesidades, que es bueno incluso sumarse al trabajo de los demás y aliviar para hacerlo más como un trabajo de todos. Claro que puedo hacer algo, pero seguir preguntándome esto, continuar abierto a que siempre, como un grano de arena, hay algo más que hacer por el Reino… me ayuda como cristiano.

Luego, más tarde, me preguntaré algo más. No sólo qué sino cómo, desde dónde puedo entregar lo que soy y tengo, de qué maneras concretas puedo servir a los demás… Pero esto más tarde. Hoy por hoy me parece urgente que exista en mí una alta dosis de disponibilidad. Estar disponible crea lazos, une, mueve el mundo. Y seguir preguntándome es no tener las cosas del todo claras, con lo cual también me hace más humano, más confiado, más en la fe.

No sé si todos estarán de acuerdo, pero contemplo un mundo corriendo y con prisas en muchas direcciones. Hoy he tenido nueva experiencia de metro, y aseguro que es cierto y que así sucede. Se va corriendo y todos corren hacia todas partes. Da igual lo que se haga porque es con prisa. Si te paras en la estación de Atocha un momento (supongo que en otras mil más del mundo) se ve esto a la perfección. Nadie mira mucho más allá de sí, es incapaz. La gente sale con decisión porque si no, los otros que van corriendo, le arrastran. Te paras a las puertas de las escaleras mecánicas, porque son incapaces de absorver tantas personas, porque el mundo no está hecho para que tantos anden tan apurados y quieran a la vez seguir corriendo.

En esta situación comprendo que haya gente que se canse y no quiera seguir «haciendo». Se han desfondado en la carrera, les ha entrado «flato» (decimos en España) en el espíritu y el corazón y la cabeza. Ya no pueden más.

Alguien me enseñó una vez que, con tanto trabajo, debía pararme y dejar de agobiarme. Lo mejor es decir: «Aquí y ahora sólo puedo hacer esto, y lo tengo que hacer yo.»

Un saludo.