Relatos de un paludismo, y otros después


Esta noche me acosté -en Madrid- con un escalofrío recorriendo mi espalda, con fiebre y dolor en las articulaciones. El estómago revuelto, como con ganas de vomitar. Y la cabeza andaba de un sitio a otro sin sentido, vagabundeando con pensamientos propios y ajenos. Me había tomado por la tarde una pastilla, pero no supo controlar el desbarajuste. Anoto que, en mí, esto no es habitual. Quizá sí el cansancio, poco más. Por la tarde la cabeza estaba agitada, pero no hablo de lo mismo. Ni tengo problemas de salud serios que hasta el momento hayan sido diagnosticados, gracias a Dios, ni me considero una persona enclenque y debilucha. Sí que siento que no tengo tanta fuerza como me gustaría, y que aparento en este sentido más de lo que puedo soportar. Pero este es otro cantar.

Hace dos años que regresé de un bello rincón del mundo en la selva tropical africana. La localidad se llama Akurenam, en el interior de Guinea Ecuatorial, justo donde Guinea deja de serlo y comienza Gabón. Puedes mirarlo en el mapa. No existe frontera por la selva que separe ambos países. Lo digo porque la crucé, me tomé una cerveza al otro lado, saludé a los gendarmes muy amables, y regresé a Guinea. Sin visados, ni dinero de por medio. Con un saludo afecturoso incluso de parte del alcalde gabonés, que nos invitó a tomar café en su casa. Un rincón del mundo increíblemente bello, muy acogedor y donde trabajar y darlo todo se hace más sencillo que en muchos rincones occidentales y desarrollados. El clima de colaboración, la disposición para superarse, la ausencia de quejas continuas y una libertad diferente -con matices, eso sí- han dejado en mí un buen recuerdo de mi pobre estancia.

El caso es que once meses no dan para mucho. Aunque caben sin forzar la máquina algunos paludismos tumbatitvos. Sabía que me exponía a ellos. Así que, como todo europeo precavido me compré varias cosas antes de ir que me pudieran servir de barrera (mental) contra el dichoso anópheles hembra, único animal del mundo al que se la concedido transmitir la enfermedad con mayor mortalidad del mundo (aprovecho esta oportunidad para c… en el mosquito). Mis inventos sirvieron de poco al lado de mi espíritu aventurero. Utilicé mosquitera, dejé de tomar la profilaxis (palabra relacionada con el ajedrez) al ver que no servía para nada, y por último, pasé olímpicamente de untarme con repelente de mosquitos. En mi casa, con otros escolapios que llevaban en África prácticamente toda su vida, era lo normal. No hay nada mejor que convivir con ellos para normalizar la situación. Me decían que, hiciera lo que hiciera, me iba a tocar. Así que sólo quedaba disfrutar el tiempo intermedio entre cada paludismo. Y así fue. Todos en mi casa fueron pasando por el paludismo del primer trimestre del curso. Sólo quedaba yo firme y al pie del cañón. Alguno repitió mientras yo estaba a cero. Y llegado el 21 de diciembre, a los tres meses exactos de pisar tierra en Guinea, ¡zas! En cama, sin tener ganas de moverme, con un cansancio brutal, fiebres altas y bajas como en una montaña rusa, sudores que empapan todo, adiós al saco de dormir, toallas continuas… y delirios nocturnos. ¡La mejor dieta que conozco! Ahora mismo peso 90 kilos, y pasados los tres días de mi paludismo me había quedado en 72. Cierto es que andaba rondando antes de su golpe por los 80 kilitos. ¡Qué pivón!

Los siguientes me pillaron estando alerta. Antes del primero había leído algo del paludismo, incluso una novela en la que el protagonista pasar por él. Pero sirvió de poco tanta cultura mental. No lo conoces hasta que no llega. Ahora bien, cuando pasas el primero sabes de qué va la segunda, la tercera y la cuarta, y las que queden. Y no quieres que sea de los fuertes, sino que intentas poner remedio cuanto antes. De modo que todas las que no fueron primera vez, incluso me sirvieron para descansar. Cuando sentías un síntoma importante al respecto, te hacías la gota, te indicaban cuántas cruces de paludismo tenías (de 1 a 4, siendo 4 casi mortal, y lo sé porque uno de mi casa tuvo que ser evacuado a la capital -por cabezón que no quiso tratarse bien desde el principio-) y tu vida se interrumpe para dar prioridad a curarte. En el tercer y cuarto paludismo, como hay que guardar cama, y es verdad que no quieres saber nada de nadie, ni levantarte ni comer mientras tomas medicación, me leí un par de libros de los gordos.

Para que nadie se asuste, el paludismo que a mí me tocó vivir -y que he repetido- es de los más benévolos. En otros lugares del mundo hay formas más crudas y salvajes. La cuestión importante ante el paludismo pasa por tener una pauta (conjunto de 25 pastillas de diferentes tipos, que tendrásn que tomarte con rigor en tres días a sus horas). Con medicación te puede hacer daño, pero no mata. Y en el plazo adecuado estás de nuevo como si nada. El primer día es el de «estoy aquí», el segundo es «la gran batalla dentro de tu cuerpo», y el tercero «a recoger los escrementos». Así de sencillo. Si te toca, no tengas miedo, y haz caso a los expertos que viven en el lugar. A ser posible, no te vayas a un hospital europeo donde te encerrarán 20 días para hacerte pruebas. A no ser que se haya complicado mucho. ¡Que nadie se asuste! No se puede contagiar en Madrid, a no ser que ande por ahí una hembra anópheles. Lo único que me prohiben es ser donante de sangre.

La cuestión es que el paludismo tiene otra característica. Se agazapa en el organismo y espera que estés flojo de fuerzas o ánimo para atacar con mayor virulencia. Los que hemos pasado por él tenemos claro que los excesos en la vida se pagan. Si alguna vez tocaba «dar más de lo que se podía», al siguiente día estabas con la mosca detrás de la oreja. Y si un trimestre era especialmente duro, caías seguro. Al 100%. Como el «bicho» permanece dentro de ti, sale cuando le da la gana, a destruir glóbulos rojos en tu sangre. Aunque no estés expuesto a el mosquito. Y así es como a mí, en Madrid, el curso pasado y a ocho meses de mi regreso de aquellas hermosas tierras, comenzó a temblarme todo y a tener fiebres rarísimas. Como no estaba en Guinea, me dio por pensar que era una gripe y tratarla como tal. Y seguía haciendo lo de siempre. Sin embargo, ¡se me iluminó en el cerebro que podría ser paludismo! ¡Y así fue!

Ahora que vuelvo a sentir ese escalofrío por la espalda, me acuerdo de quienes están sufriéndolo sin «mis oportunidades». Si este es mi séptimo paludismo, pues ¡bienvenido! Estoy muy lejos de los 169 del P. José María Zamanillo, que ahora está en Cercedilla, Madrid. Lo que me duele es pensar que hay niños que no han pasado del primero, madres que descuidan la atención de sus hijos y no acuden pronto al hospital a por la pauta, o jóvenes y adultos que piensan que es «magia» y se dedican a marear la perdiz mientras el bicho crece dentro. ¡Cuánto sufrimiento! Y me duele también que el paludismo sea un arma comercial, que los gobiernos no pongan de su parte al respecto, que las farmaceúticas se enriquezcan cruelmente a costa de una enfermedad que tiene una mortalidad brutal. No digo más, que me enciendo.

Si no escribo en tres días, ya sabéis dónde estoy. En la cama que hay junto al ordenador y delante de la estantería, en un rincón de mi cuarto. Arropadito, callado y en silencio. Quizá leyendo un libro, y con una bolsita en la mesilla de 25 pastillas, que tomaré puntualmente cuando corresponda. Si escribo mañana, todo esto habrá sido fruto de una preocupación y precaución que creo que es importante también para quienes quieran seguir vivos, en la medida de sus posibilidades. Dicho lo cual, espero escribir mañana. Lo del paludismo es una gaita.

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