La envidia, también es buena


Sin dar cuartelillo ni pasaporte a la necedad de quien roba o pone la zancadilla al otro, recuerdo que Hesíodo, no hace menos de 2.600 años ya escribía sobre la existencia de dos tipos de envidias en su épico libro «Los trabajos y los días.» Una acrecentaba la guerra, la otra, anhelaba el trabajo y el bien en su propia casa. Si pudiese elegir, me quedo indudablemente la segunda. Más olvidada por ser más difícil de alcanzar. Y más deseable porque trae y acerca a la bondad y a la excelencia. ¿Por dónde puedo empezar a atraerla a mi humilde morada?

  1. Patear internamente, con determinación y coraje, la primera envidia. La que corroe por dentro, la que busca que el otro sea menos creyendo que así «me sentiré menos pequeño», la que en lugar de crecer para alcanzar, empequeñece para igualar. En la primera envidia se cree que «las coas tienen vida por sí mismas y son capaces de darla», de modo que robándolas se adquiere su poder. Sin darnos cuenta de que esto no es posible. Es como si creyésemos que por tener «los mismos trastos que un gran científico que se levanta entusiasmado todas las mañanas para investigar, buscar la verdad y pensar», ya seríamos como él. O la de quien roba el libro de oración de un monje experimentado, pensando que así sabríamos rezar. A esta envidia, que confunde cosas y personas, lo mejor es darle una patada. Y seguir buscando la fuente de la Vida, de la Verdad y del Bien, guiándonos por la envidia que desea compartir y dialogar con quienes parece que han encontrado mucho de ella.
  2. Cuando puedo ver lo bueno, comienzo a transformar mi corazón. Y queda conectado el corazón a la realidad. Tengo una meta, un objetivo, algo que me saca de mí mismo y me lanza. Esta envidia, en su grandeza, tiene poder para extasiarme (literalmente, «fuera de mi estado»). No quisiera que confundas esta experiencia con la de la locura y la de la euforia, ni con la alienación. Más bien, con la tensión de la vida. Con el ser futurible del hombre, su capacidad para reconocer su excelencia y bondad más alta.
  3. Enseña a valorar la realidad. Cuando aparece, deja de «valer todo», y pasa a primera plana el «ya no vale todo». Antes podríamos decir que «queríamos» en general y ahora afirmamos «qué quiero», con contenido y sin abstracciones, sin perdernos en las muchas posiblidades y el reino de la indecisión. Si nos diesen a elegir, podríamos decir algo con conocimiento de causa. Y esto es importante.
  4. Además, brota del interior. Lejos de imponerse, se propone. Centra, como toda envidia, y señala. Nos habríamos dejado tocar, y romper en nuestras corazas. Ya no es algo que viene de «afuera», nace de «dentro». Es sentimiento, afecto, emoción. Pugna por lo que quiere, al modo que quiere. El horizonte está definido. Este «brotar y este nacer» son sinónimos de romper con la esclavitud y abrazar la libertad. Ahora que sé, y que es innegable, estoy llamado a la responsabilidad. Antes podría dudar, o confundirme, y ahora tengo algo que me mueve a más y mejor.
  5. Encarnado en otra persona, se hace asequible. Aunque requiera esfuerzo, ya sé que no es una quimera, fantasía o un juego nefasto de la imaginación, que viene a traicionarme. Tendré que considerar otras cosas, como mis capacidades y de qué medios dispongo. Pero si lo veo, es humano. Y si es humano, en algo se parece a mí. También habrá tenido limitaciones, debilidades, fracasos y tropezones. Sin embargo, tiene algo que me asemeja.
  6. Aprender a mirar con claridad de juicio. No sólo lo que tiene y lo que ha conseguido, sino cómo lo ha alcanzado. Y en la medida de lo posible, sentarme un rato a aprender con él. A lo mejor, lo más probable, es que él también aprendiera de otro, y la «sana envidia» sea contagiosa.
  7. Al final, incluso descubriré que tengo algo envidiable por otros. O más que tengo, podría decir que «soy envidiable», no perfectamente, pero sí en algo. Y podré ponerlo a funcionar para crear un mundo más justo y más humano. En esa puerta, que reclama la presencia y atención de los demás, se abre la posibilidad de transmitir a otros lo descubierto y recibido.

Quizá la envidia sólo me ayude a desear. Pero será ya mucho. Y si es envidia sana, además me pone en comunión con otros, aprendiendo, dejándome guiar, esforzándome por alcanzar lo que estoy llamado a ser. A lo mejor no puedo por mí mismo. A lo mejor no logro los objetivos. A lo mejor estoy más necesitado de lo que creo. Y si esto anterior, si todos estos «a lo mejor» se hicieran realidad y me fueran patentes ante los ojos, ya habría aprendido mucho y tendría mucho que agradecer. Me conocería más a mí mismo, sabría admirar con más entusiasmo y libertad el don que otros han recibido, y reconocería, igualmente, que ellos también son personas que han sido regaladas con algo especial. Tampoco en manos de los que tienen éxito y se esfuerzan mucho está lo que se anda buscando. Lo que se quiere alcanzar está detrás, un paso más allá, una trastienda más en el interior de todo esto. Y se llama Dios. Esta envidia me pone en la senda de buscar adecuadamente, y me da la oportunidad de reconocerla. Para mí, lo mejor, es que puedo envidiar a Jesucristo. No un Dios lejano, no un ídolo a la medida del hombre, sino Dios en el corazón de la humanidad latiendo con fuerza y atrayendo a todos hacia sí.

Esta experiencia se puede hacer real. La envidia sana, en forma de desear la vida que otros tienen al modo como otros tienen. Se mantiene al principio «como para despertar» a los que están cómodos, tranquilos y adormecidos. «Si él puede, ¿por qué no yo?» Ésta fue en parte, sólo en parte, el inicio de mi vocación escolapia. Viendo, quise y desee para mí. Viendo el bien, me contagié de su bondad. Y aprendí a dialogar. Cuando algo nace del bien, no se impone ni se produce y copia en otros. De modo que no vivo lo que «vi en otros», sino que durante la formación aprendí a hacer mi propio camino.

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