Retirarse a un lugar apartado


Me han traído -y he querido venir- a un lugar apartado de la sierra de Madrid para hacer una experiencia de formación y fraternidad durante tres días. Ambos objetivos me parecen fundamentales, dicho sea de paso. No me retiro sin más a la soledad, sino a una soledad cargada de amistad, de hermanos, de acompañantes y compañeros de camino. Y me parece que esto de «retirarse» es una excelente metáfora para muchas cosas que necesitamos en el día a día, y plantea al mismo tiempo un sinfín de interrogantes y cuestiones excelentes para saber dónde tenemos el corazón y qué es lo más importante y nuclear de nuestra vida.

Empiezo por las preguntas.

  1. ¿Qué me llevo? Esto de hacer la mochila es algo en lo que tengo práctica, y continúo cayendo en los mismos errores de siempre. Cuando termino siempre me digo a mí mismo que me llevo demasiadas cosas, que seguramente la mitad sean inútiles. Y la vocecilla interior me dice una vez más: «adelante, es por si acaso.» Los «por si acaso» no han llegado todavía y yo reproduzco un patrón.
  2. ¿Qué he dejado? Por eso es más relevante saber qué he sido capaz de dejar, y cuántas cosas de lo cotidiano están ahí por estar pero son absolutamente prescindibles. Reconozco que después de cada viaje, a la vuelta, de algo me desprendo porque me doy cuenta de que no es, para nada, algo importante, ni útil, ni significativo en mi vida. Que lo conservo, por conservar sin más. Y cuando lo entrego me siento un poco más libre, en tanto que menos atado.
  3. ¿Con quién estaré? Siempre está esta cuestión de fondo. Esta vez conozco de antemano a las personas con las que iba a pasar los días. Al menos a la mayoría. Y por otro lado vengo con la ingenuidad necesaria para estar abierto a redescubrir, a la novedad, al diálogo que profundice la amistad. No es la primera vez que creía conocer a alguien y al terminar estos días me regreso a mi casa con la sensación de haber hecho un nuevo hermano y amigo. Y por otro  lado la pregunta se me hace clara en otro aspecto de mi vida: sé que voy a estar más cerca de Dios, o al menos con mayor presencia. Vengo a encontrarme con Cristo Jesús de forma que nuestra relación se haga cada vez más humana y más divina, más cercana y más consagrada. Éste es un misterio que me planteo muchas veces: ¿Por qué lo vivo con tanta necesidad aún sabiendo que está en lo más pequeño y cotidiano? Quizá es porque aquí tenemos más tiempo de proximidad, quizá porque en el retiro se hacen más evidentes las inquietudes e inclinaciones del corazón, también las más profundas que empujan a la santidad, al amor primero, a la libertad más radical.
  4. ¿Me basto a mí mismo? No me gusta estar solo, y disfruto al mismo tiempo de mi cuarto. La soledad tiene ese punto, que me recuerda al Génesis, donde descubro que la comunidad es fundamental y clave, que las personas que me rodean no son meros rostros, trabajadores o alumnos, compañeros o catequistas, gente sin más y en general. Salir de la propia tierra, como de la propia casa, es revalorizar lo que en lo más diario y sencillo hacen posible por ti otras personas. Al menos en mi caso. La respuesta a esta pregunta la tengo clara: ¡No! Y venir a un retiro me devuelve la lucidez del amor, de la entrega y de la satisfacción por compartir mi vida diaria.
  5. ¿Me aburriré? ¡Seguro que no! Como buen joven, esta pregunta no es absurda en nuestra generación, acostumbrada a tener varias posibilidades que apaguen nuestra sed de cosas constantemente, de tareas y de actividades. Nos alejamos del aburrimiento como si fuera el peor de los demonios. Y el aburrimiento parece reclamarnos tiempo como si fuera buen amigo. Sin embargo, cuando vengo de retiro no me aburro en absoluto. El retorno a las fuentes, a los orígenes, a la escucha, a la meditación y a la atención y contemplación de la realidad de otra manera no es aburrido ni mucho menos. Quien se haya escuchado a sí mismo alguna vez, lo sabe bien. Y quien además tiene el gozo de la fe para escuchar y buscar la voluntad de Dios, sabe lo agitado que es.
  6. ¿Cuánto hay en mi vida que me tiene atrapado? Claro, porque liberarse de un horario cómodo y seguro es exponerse a la incerteza de lo que nos encontraremos. Destruir las rutinas es una gozosa bendición que nos devuelve a la vida de otra manera. Y lo primero que nos salen son los ticks y las costumbres en todos los aspectos: lo que hago en el comedor, lo que hago en los tiempos de descanso, lo que hago en la habitación, las facilidades de las que dispongo… Simplemente el hecho de estar en casa ajena comporta clarividencias para quien quiera estar despierto y atender a sus manías y dejes habituales.
  7. ¿Soy imprescindible? Evidentemente, si me he venido es porque «no soy imprescindible», aunque sí crea de corazón que las cosas no serían lo mismo si no estuviese. No en plan egocéntrico, sino porque todos, de hecho todo, somos importantes en nuestra vida cotidiana. Queda ese puntito, en forma de interrogante, que me pregunta qué es lo que estoy aportando en los lugares donde vivo, donde estoy, donde trabajo… Si todo sigue igual, como si nada, quizá tenga que seguir haciéndome preguntas. Si nadie te echa de menos, ¡qué duro! Si incluso va mejor… ¡malo! Somos imprescindibles de una manera evangélica cuando el Señor nos envía. Y esto hay que descubrirlo, aceptarlo y sentir la responsabilidad que trae pareja.
  8. ¿Qué quiero descubrir? Porque si estoy aquí, algo del futuro y para el futuro tendré que sincerar, reconciliar o hacer crecer. Es hermoso saber que tras un retiro sigue existiendo vida, más vida y vida en abundancia. Que lo que vamos a vivir aquí es como un inicio que nuevamente no termina, un empujón sincero y amable, como el que Pedro recibe del Señor cuando le pide echar de nuevo la barca al mar y pescar pese a que no recogió nada esa misma noche de faena. Algo querré, no sólo querrán para mí. Y en esta diferencia está si entro o no con voluntad propia en estos días, o si siento que simplemente respondo a una convocatoria hecha por los demás. Otros pueden haberlo organizado todo, pero… ¿quiero o no quiero? Y si quiero, ¿qué me mueve, qué deseo, qué busco?

Y ahora continúo con las metáforas, que no voy a explicar:

  1. Retirarse es ganar en objetividad.
  2. Retirarse es descansar del frenético ruido.
  3. Retirarse es frenar.
  4. Retirarse es encontrarse a uno mismo.
  5. Retirarse es dejar que Dios nos encuentre.
  6. Retirarse es renovar, es novedad.
  7. Retirarse es reconciliarse con lo único que merece la pena.
  8. Retirarse es ganar en presencia.
  9. Retirarse es soledad.
  10. Retirarse es la oportunidad para sentirse siempre acompañado, incluso lejos.
  11. Retirarse es detener el tiempo.
  12. Retirarse es encender una vela.
  13. Retirarse es buscar y preguntarse qué busco.
  14. Retirarse es escuchar y desconectar de la vida de otros.
  15. Retirarse es vivir de otra manera.
  16. Retirarse es ahondar, profundizar, escavar.
  17. Retirarse es mirarse en un espejo.
  18. Retirarse es el tiempo de la verdad.
  19. Retirarse es despojarse.
  20. Retirarse es entrar en lo más sagrado.
  21. Retirarse es entregar lo más sagrado.
  22. Retirarse es consagrarse.
  23. Retirarse es priorizar, prescindir y aferrarse.
  24. Retirarse es una forma de amar, y de purificar el amor.
  25. Retirarse es gozar de lo más Grande.

¿Con qué te asombras?


El asombro es una capacidad algo más que intelectual, y sin embargo despierta la inteligencia para cuestionarse sobre el mundo y preguntarse por quiénes somos. El asombro es un impacto, una maravilla que nace dentro de nosotros mismos al surgir algo nuevo y diferente. Supera en eso también a lo moral, lo ético, a los actos de la persona, porque el asombro no se puede buscar por medio de la voluntad. No puedo querer quedarme asombrado, ¡no sería asombro! El asombro es algo también terrible y poderoso, que se impone, que ejerce fuerza sobre nosotros haciéndonos comprender que somos o muy pequeños -y nos deja desprotegidos y humildes- o muy grandes -y convoca nuestra responsabilidad más alta-. El asombro no es planificable, y no lo es de ningún modo. Se puede adelantar e intuir, y sin embargo, cuando llega es totalmente novedoso.

¿Qué te asombra de tu vida corriente, de tu vida diaria? ¿Hay algo que haya sucedido que haya tenido esa capacidad de requerir algo de mí más allá de lo ordinario y de lo conocido, que te supere con creces y ante la que te has quedado estupefacto e interrogado? ¿Desearías estar abierto a esa forma de vivir, un tanto perpleja, que abre la puerta a disfrutar de todo, en el mejor sentido del carpe diem latino?

No es difícil constatar cómo hemos perdido una cierta capacidad de asombro ante las cosas que nos rodean y aquellas que nos suceden. Damos por supuesto demasiado. Creemos conocer y poder explicar casi todo cuanto sucede. Y sin embargo, detenidamente, nos reclaman de vez en cuando para enseñarnos que en la vulgaridad y lo elemental algo se levanta por encima de todo para educarnos en lo excelso y tremendo y fascinante. Acabo de llegar a la casa en la que estoy alojado en Roma después de un paseo nocturno por lugares «clave» de la ciudad. Ayer no tuve la oportunidad de salir por la noche, y hoy no me he resistido. Es la cuarta vez que visito la Fontana di Trevi. Y cada día me parece más grande, más hermosa, más sublime. Además hoy me he parado, de espaldas a la misma a echar mi moneda, y he podido ver la cara del resto de la gente. Había niños y mayores, africanos y asiáticos y europeos y americanos, mujeres y hombres… de todo. Y en todas sus caras existía ese reclamo de lo extraordinario.

Lo que me quiero preguntar es si esa cara sólo la ponemos después de hacer viajes de avión, después de abandonar la vida que llevamos. Si fuera así, no merecería realmente la pena que siguiésemos entregados a las tareas diarias; si sólo de vez en cuando tenemos la oportunidad de descubrir que estamos VIVOS, no comprendería por qué tanto esfuerzo viendo pasar las horas y los días esperando el siguiente momento de asombro.

En mi vida diaria me asombra Dios, con su Palabra siempre cuidadosa y directa. Me asombra la comunión con personas a las que aparentemente conozco tan poco y con las que comparto tanto y tanto. Me asombra igualmente mi vocación, que ni yo doy por supuesta y que parece que toca descubrir como nueva de vez en cuando. Me asombra la historia que he hecho, la fuerza para superar obstáculos y la certeza de que estoy viviendo de verdad. Me asombra el rostro de algunos jóvenes y niños, por quienes he rezado estos días en la casa de Calasanz, que son para mí un misterio, que son parte fundamental y radical de mi vida, que respiran los valores del mundo y están empezando a crecer entre no pocas dificultades. Me asombra que Dios haya puesto en mí determinados dones, y me asombra aún más que en medio de una sociedad poco crítica pueda aportar con ellos una palabra y una vida diferente a la normal. Me asombra que haya personas que viven la injusticia cada día y luchen por salir adelante, y lo digo con dolor, igual que me parece asombroso creer que el mundo se puede cambiar para hacerlo más humano y fraterno «a golpes de educación y diálogo», dejando a un lado los «golpes violentos» de los totalitarismos modernos, mediáticos y fanáticos de la postmodernidad aparentemente tan relativista. Me asombra estar aquí, lejos de mi vida rutinaria, y acordarme de ella con añoro. Me asombra tener ganas de comenzar el curso, siempre mejor que el anterior, en mitad de las vacaciones…. Y tantas, tantas otras…

Gracias a quienes me habéis ayudado a descubrir estos asombros diarios. Es un camino terrible y difícil de recorrer, de final feliz.

Roma, 26 de julio de 2011

¿Ser materialista en estos tiempos?


Casi imposible no ser materialista en estos tiempos. Muchos jóvenes y mayores están atrapados en sus redes. Porque las cosas secuestran la libertad y la conciencia de quienes no son capaces de dominar su vida y tener un rumbo claro, con fuerza suficiente como para despegarse de lo que le rodea y superar las primeras apariencias.

Cuando conversamos con gente cotidiana el dinero es su objetivo, pensando que con él, el resto de cosas serán posibles. Ayer mismo un camarero me decía que el valía mucho más que para servir en un bar, y no entendía por qué cobraba tan poco. Su vida se mide por lo que cobra, entiendo que para poder gastar más.

Creo que siempre ha sido más o menos así. Que cada generación tenía «sus cosas que superar» para vivir realmente en su dimensión personal y espiritual. «Superar» no es eliminar, sino evitar que se convierta en lo primero. La cuestión preocupante, a mi entender, es que nuestra generación del norte se «asiente» sobre cosas para demostrar su desarrollo. En definitiva, que el norte siga engañando su insatisfacción y vacíos a golpe de «más» cosas en lugar de abrazar el «más del amor» que es lo único capaz de desvelar al ser humano y la sociedad su propia hondura.

En resumen, las «cosas» no son nada malo, no es condenable tener. Lo triste, por la propia persona, es tener sin saber ni por qué ni para qué se tiene; tener desprovisto de sincera humanidad, siendo responsables con nuestros bienes de aquellos que no tienen en nuestro mundo.

¿Cambian la sociedad muy rápido?


Estoy pasando unos días con mis padres en un minúsculo pueblecito de León donde nació mi madre, a unos seis kilómetros del aun más pequeño pueblo donde nació y se crió mi padre.

Hablando ayer con ellos nada más llegar, les comenté que la hija pequeña de unos muy-amigos está en Canadá y que la mayor ha estado tres días en Europa en una conferencia. Mi madre me dijo, primero, que aprovechasen para disfrutar y formarse bien. Y después nos pusimos a hablar de lo que ellos hacían en vacaciones: venir al pueblo y trabajar el campo para ayudar a los padres; porque durante el año estaban estudiando fuera. A decir verdad, sólo mi madre, porque mi padre no fue a la universidad; era el mayor de una sencilla familia de campo.

¿Cambian las cosas? A la fuerza esto ha creado una sociedad diferente a la suya, aunque todo sea gracias a su esfuerzo y disciplina.

Gracias a toda esa gente que, como mis padres, puso los fundamentos de una sociedad moderna a base de mucho sacrificio y ahorro buscando lo mejor para sus hijos.

Espero que se lo agradezcamos y aprendamos de ellos a salir de la crisis que nos domina.

¿Para qué confesarme…


Esto es lo que hoy me ha planteado alguien, que no conozco muy bien, por Tuenti. Me ha dicho que no entiende eso de la confesión porque su problema es que no vive.

Mi respuesta ha sido sencilla. Situándome bien, creo que hoy por hoy, todos sentimos la necesidad de hablar con la gente que nos rodea. Punto primero. Y de toda esa multitud o pequeñez seleccionamos algunos a quienes abrir de verdad el corazón, contar lo que llevamos dentro, dar rienda suelta a nuestras cargas e ilusiones (que también son, no pocas veces, cargas pesadas). Luego hablar, de por sí, es de lo más humano que podemos encontrar.

Por otro lado, quizá donde muchos tengan problema no sea en el «hablar» sino en el «celebrar el sacramento», en su acción y su misterio. Es decir, en descubrir la presencia de Dios en él. Y este es otro tema. Para mí el más importante. El que cambia todo de raíz, el que convierte algo de «dos» en una verdadera acción de «Dos» o tres.

Seguimos hablando, y me dice que su problema no es con el hablar. Que para qué sirve hablar en lugar de actuar. Y aquí volvemos a lo mismo. El hablar de por sí es valioso. Pero la confesión no es un «hablar» sin más, sino actuar, una dinámica, vida en movimiento. La vida que Dios me ofrece, desde el Perdón, en respuesta a una situación sincera y auténtica en la que me encuentro: el reconocimiento de mi debilidad, de la fuerza del mal y del pecado en mí. Y que además me exige, me compromete a vivir de otro modo.

Dicho esto. Con una cierta claridad, el problema sigue estando en las palabras que decimos, en los conceptos que tenemos. En no pocas ocasiones se convierten en refugio para no darnos cuenta de toda la verdad que llevamos entre manos. ¿El hombre es sólo pecado? Evidentemente no. ¿El pecado es lo más importante para la vida de la Iglesia? Rotundamente no. ¿Entonces por qué hablamos tanto de pecado, de mal y de injusticia, de desigualdad y de debilidades, de error y de ofuscaciones? Pues que es, por desgracia, un tema que no hemos resuelto todavía del todo.

En Adviento, una mirada dócil y comprometida con la verdad: acercarse al Sacramento de la Reconciliación no es tarea que deban plantearse los malos malísimos (los de las películas de dibujos animados) sino todo aquel que quiera seguir en camino y encontrarse con Dios dejándole hacer a él. Es exigente, lo sé. Es parte del don.

¿Tengo suficiente? ¿He calculado los gastos?


Mucho no sé de economía. Por eso estoy leyendo estos días un libro de Leopoldo Abadía, que entre análisis y análisis hace muchos comentarios que a mí al menos me resultan divertidos. Y creo que él estaría de acuerdo conmigo en lo que voy a decir. Y aclaro que esta pregunta está en el Evangelio (Lc 14,25ss), cuando Jesús habla con sus discípulos sobre uno de los aspectos más particulares del seguimiento y discipulado.

¿Tengo suficiente? Para hacer los cálculos, a largo plazo siempre, tendré que pensar y sentarme a repasar cuentas. Y en esas cuentas esclarecer con sinceridad cuáles son mis ingresos, de dónde viene mi riqueza, cuál es -sin engañarme, porque el problema viene de los engaños- la cantidad de la que dispondré en total «a largo plazo».

Siguiendo con lo anterior, la pregunta no es si tengo suficiente para comprarme un «chupachús» que me sacie momentáneamente, o si dispongo de suficiente cantidad para darme un festín de hamburguesas. No es eso. La pregunta es si tengo suficiente para «construirme una casa«. Es decir, para hacer morada. Y esto ya cambia. Lo sabemos bien en España. Sólo basta con mirar los periódicos y lo que dicen sobre los jóvenes que han emprendido camino «extramuros» de sus padres y los porcentajes que han tenido que regresar, incluso con su familia a la espalda, cabeza gacha.

Emprendemos tareas que nos superan. Continuamente. Por un momento pensamos que era fácil, esto de vivir, y de repente nos han desbordado las circunstancias, nos ha roto una crisis para la que no estábamos preparados y en la que ninguno quiso pensar.

Ojo. Porque es lo que hoy Jesús nos advierte. Seguirle, caminar con él, dejarse acompañar, alcanzar la verdadera felicidad -porque el Evangelio desde el inicio nos avisa precisamente de que su promesa no es cualquier cosa- trae consigo abrazar la cruz, pasar por sufrimientos, abandonarse en manos del padre y dejar atrás seguridades vacías. En nuestros cálculos entra la Cruz.

¿Tendré suficiente entonces? ¿Cuánto me conozco para responder a esta pregunta?

Yo creo que no tengo suficiente. Y no conozco además muchos que piensen que ellos podrán con todo lo que sobrevenga, sea lo que sea. Al menos esta «crisis» nos ha hecho pensar de forma realista, centrada, haciéndonos conscientes de la complejidad de nuestro mundo.

Precisamente esta es la conclusión. ¿Con qué fuerzas cuento? Y la invitación a no pensar sólo en uno mismo. Superar el egoísmo que asume todo, el individualismo que sólo confía en sí mismo, la falta autonomía de quien cree que él solito puede ser arquitecto, albañil, fontanero y electricista de su nueva casa, y también padre y madre y hermano… Mi aprender que en la vida también contamos con la fuerza de nuestra comunidad, de nuestra familia, de nuestros amigos, de Dios y de sus dones. Aprender que para construir la casa, si Dios no trabaja, en vano nos cansamos. Aprender que, día a día, Dios nos apoya en una  tarea en la que no quiere vernos solos, por mucho que nos preocupe.

La pregunta entonces, para terminar, varía dependiendo de si la respondo solo o acompañado. La propia vida, la propia vocación, su descubrimiento y construcción no es tarea en la que debamos empeñarnos como si sólo dependiera de nosotros mismos. En este hermoso camino una de las primeras realidades que se descubren es que, no pocas veces, otros y Dios están muy cerca y muy preocupados por nosotros mismos.

¿Por qué reducimos…


… la vida, a los días; los días, a horas; las horas, a minutos; los minutos, a segundos? ¿Por qué reducimos el mundo, a mi mundo, y mi mundo a mis intereses? ¿Por qué reducimos la humanidad, a lo que es para mí ser «ser humano», y lo que es «ser ser humano» a vivir bien, a desarrollo, a comododidad, a bienestar, a confianza en sí mismo? ¿Por qué reducimos la plenitud a satisfacción, la satisfacción a sentirse bien, al éxito, al aplauso? ¿Por qué reducimos?

Salía en una conversación que mantengo en otro foro.

Mi respuesta es sencilla:

Porque llamados a algo más grande, a vivir con Dios, a vivir la VIDA de Dios tendemos a hacer y construir las cosas y el mundo a nuestra medida. Creo que la respuesta es sencilla, una buena noticia para quien sepa y quiera ver, para quien quite el velo de su cabeza, para quien supere mediocridades, para quien sueña y para quien está despierto, para quien sufre y para quien corre. Una buena noticia para todos. Pero con semilla de Reino, con su exigencia y su valor. En nuestra vida está escrita la Palabra, en la historia, la salvación, que es la grandeza de Dios, el don sin límites y la vida que no termina. Es Dios que se da a sí mismo y se comparte. Por eso no le vemos, porque vemos personas o cosas, y su grandeza lo inunda todo y lo supera a su vez todo. Nuestro rostro, lo más íntimo de nosotros, la humanidad con mayúsculas es la del Hijo, y el Hijo es Dios. Y Dios es inconmensurable. Las palabras nos faltan, le hacemos entonces pequeño. Pero la huella, su huella está y permanece. Vivifica y eleva. Ansía y provoca. Vamos más allá. Sabemos que estamos entre «cosas pequeñas» y que el presente pasará. Pero continuamos la carrera, la búsqueda, la meta y el horizonte. Construimos proyectos, soñamos lo irrealizable. Y nos parece bueno, mejor que cualquier cosa. Anclados a lo posible por la realidad, algo se escapa a ella, y ese algo lo reconocemos como lo mejor, lo más grande, lo más poderoso, la felicidad, la verdad, lo más bello. Tenemos rostro de Hijo, rostro herido por el egoísmo y la inconstancia, que convierte todo a nuestra medida. Lo primero que vemos es la herida, nuestra cicatriz, y saltar por encima de ella omitiendo sus males y la posibilidad de volver a herirla nos hace plantearnos que mejor mantener los límites, seguir cerrado. Y reducimos. Entonces, reducimos.

¿Quién nos dejará ver las cosas tal y como son, sin nuestras palabras, prejuicios y criterios? ¿Quién nos asomará al misterio y quién se asomará al misterio y dirá su nombre? Dos mundos existen: el mío y el mundo. Dos actitudes: apertura o cerrazón. Dos conformidades: pasiva o activa.

Y así, tantas veces cuanto sea necesario. Y en cada reducción, un grito y una disconformidad. Esto es algo, pero nunca todo. Y «todo» es todo, y Todo me espera, me llama.

Señor, ¿qué me sucede?


Quizá no sea el único que ha tenido esta experiencia. Me explico de forma corriente y moliente. El otro día estaba en una situación controvertida y poco usual para mí. La verdad es que lo estaba pasando genial, dialogando con la gente y hablando de cosas que ciertamente me interesan. No es que estuviera incómodo, porque gracias a Dios sé expresar aquello en lo que creo y me ofrezco fácilmente al diálogo. Pero en esta situación aparecieron unos niños jugando con unos cucuruchos, de la forma más sencilla. Y sinceramente me entraron ganas de jugar con ellos y volver a la sencillez de los pequeños. No es que quisiera huir y escapar, porque hablar de la Iglesia me resulta siempre interesante y creo que hay que poner un cierto orden en las ideas que circulan por nuestra sociedad… pero la sencillez de los pequeños… el juego… la alegría…

Algunos lo llaman Síndrome de Peter Pan. Soy adulto y quiero serlo, pero me gustaría no haber perdido cierta frescura y capacidad para disfrutar del momento. A la gente que quiero se lo digo: «Cuando crezcas y te hagas mayor, no abandones el niño que llevas dentro.»

Señor, ¿qué me sucede? ¿Por qué quiero ser como los niños? ¿Por qué acajo con tanta facilidad esa llamada: «Si no os hacéis como niños…»? ¿Por qué me cuesta tanto su sencillez? Es curioso, pero siento la contradicción: por un lado, sé que sigo siendo en muchas cosas «como un pequeño», pero en otras me he convertido en un feroz adulto. Gracias, Señor, por esta vocación: «Ser como los pequeños.» A lo tonto, a lo tonto… mi vida conjuga grandes seriedades pero también grandes «inocentadas». Gracias, Señor, por las veces que disfruto como los pequeños, aunque no sepa qué me sucede del todo. Es el camino de mi conversión, lo sé. Es el camino que me llevará hasta ti.

A un pequeño nadie se atreve a decirle ciertas cosas, ni a protestar. Se convierte en alguien admirado y gracioso, que trae nueva vida. ¡La Iglesia! ¡Por favor, seamos pequeños!

¿Por qué este conflicto en mi corazón?


Siempre existe un conflicto en nuestros corazones, siempre existe un alucha entre el orgullo y la humildad, el odio y el amor, el perdón y el no querer perdonar, la verdad y la mentria, la apertura y la cerrazón. todos caminamos por la senda de la liberación hacia l aunidad interior y la sanación.

Cuando las barreras comienzan a caer, nuestro corazón se revela con toda su belleza y sufrimiento. El corazón, como consecuencia de las heridas y del pecado, está lleno de tinieblas y de la necesidad de vengarse, pero también es la morada de Dios: el templo del Espíritu. No debemos tener miedo de ese corazón vulnerable, atraído por la sexualidad, y capaz de albergar odio y envidias. No debemos buscar una evasión en el poder y el conocimiento, para encontrar nuestra propia gloria e independencia. Al contrario, tenemos que dejar que Dios ocupe su lugar, lo purifique e ilumine. A medida que la piedra de nuestra tumba se va corriendo, y nuestra misión revelando, descubrimos que somos amados y perdonados; entonces por el poder del amor y del Espíritu, el sepulcro se convierte en lugar de vida. El corazón revive en la pureza. Descubrimos, por la gracia de Dios, una vida nueva, nacida del Espíritu.

Este descenso a las profundidades del corazón es un túnel de sufrimietno pero también un aliberación de amor. Es doloroso cuando las barreras del egoísmo, de la necesidad de confirmarse y ser reconocido por su propia gloria, se mueven y caen. Es una liberación cuando el niño que está en nosotros renace y el adulto egoísta muere. Jesús dice que si no cambiamos y nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino. La revelación del amor es para ellos, y no para los sabios e inteligentes de este mundo.

Cuando vivimos de verdad según nuestro corazón, vivimos según el Espíritu que habita en nosotros. Vemos a los otros como Dios los ve, vemos sus heridas y sus sufrimientos; pero no los consideramos un problema. Vemos a Dios en ellos. Pero cuando empezamos a vivir así, sin la protección de las barreras, nos volvemos muy vulnerables y pobres. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.» Esta pobreza se transforma en nuestra riqueza, pues, a partir de ese momento, no vivimos ya por nuestra propia gloria, sino por el amor y el poder de Dios que se manifiesta en la debilidad.

(Jean Vanier, «La comunidad. Lugar del perdón y de la fiesta.», PPC 1998, p39-40)

¿Una casa y un hogar?


Sueño con un hogar, como todos. Hoy es difícil tener casa, pero un hogar es diferente. Cuando hablo con jóvenes sobre lo que es «su casa» todos sueñan con un hogar. Andan pendientes de lo que cuesta, de lo que necesitan, de las cosas que hay que tener para poder llenarlo. Pero realmente quieren y buscan un hogar.

Descubrir qué se requiere para formar un hogar es otra cuestión, requiere más paciencia e intensidad, requiere estar más atento al corazón que a las cosas, más pendiente de cuidar los momentos que del reloj que marca las horas, de las personas que de los propios caprichos. Por eso es más complicado aún. No depende además de algo así como una hipoteca que se va pagando poco a poco, y al final se consigue. No depende de los propios méritos, sino que es acción del amor, del diálogo de amor que hay entre los miembros de ese hogar. No se forma con lazos de sangre, sino a través de la intimidad, del conocimiento de unos y otros, de la presencia de unos en la vida de los demás como personas significativas, que aportan confianza, amor, esperanza y fe.

Un hogar es lo que mostró el maestro a los discípulos en lo alto del monte. Es cuando uno siente que ese es el verdadero lugar que se puede formar, que más allá de eso no hay más. Quisiera estar por siempre en el hogar.

Pero encontrar un hogar supone ser capaces de descender. Hogar significa fuego, y por lo tanto enciende el corazón, ilumina. Y la luz no puede ocultarse debajo del celemín, ni se ha hecho para que se guarde en un cofre. La luz está para ser mostrada, para ser abierta, para ser dada a los demás y compartida. La casa es posesión propia, la casa sin embargo se comparte también con otros.

En una casa los miembros son de sangre, en el hogar sin embargo hablamos de más cosas.

Un saludo.